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La palabra es inglesa, of course, y de entre sus traducciones, la más realista es «estar a la expectativa»; estoy, pues, a mis años, a la expectativa de la muerte… Y no es una broma macabra.

Cumplidos los ochenta y seis años, cuando uno ya no puede desalojar el fondo del sofá casero sin ayuda externa, ni puede cortarse las uñas de los pies, ni puede subir a pie dos pisos; he tenido que cambiar de domicilio a uno con ascensor, y contactar con una podóloga. No puedo andar más allá de los cien metros, invadido totalmente por la artrosis, y ayudado siempre por un bastón.

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Además de los venerables triglicéridos y el veterano colesterol, se ha añadido a mi currículum farmacológico la temible glucosa; ahora, ya ni sal ni azúcar... Son diez fármacos al día, con la expresa prohibición de no leer los prospectos de los mismos, que uno es ya lo suficientemente neurótico como para enterarse de los ¡detalles!

Recibo la visita, muy educada eso sí, de unos chicos atildados, que querían endosarme su ideología (que no otra cosa son las religiones). El portavoz, para encelarme, empezó hablándome de filosofía. Me levanté y fui a coger un libro, «La regla del juego», del filósofo José Luis Pardo, que empieza con las decimoquintas aporías (La aporía es la dificultad de orden racional que al parecer no tiene solución), dificultades con que se topa el estudioso de la filosofía. El portavoz y su ayudante levantaron el sitio: lo suyo era la teología, la filosofía es la ancilla