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Asistimos a las brutalidades bélicas en Siria, de una guerra embrutecida como quien ve llover. Egoístamente nos desentendemos de las calamidades que no nos afectan directamente. En Siria han llegado en su desvarío exterminador al cainismo más atroz a gran escala, que es lo que suele pasar cuando un país se va destruyendo. Exterminando a sí mismo, como le pasó a España cuando lo de aquel sangriento golpe de estado, que algún iluminado llamó «cruzada nacional», cuando en puridad fue una guerra civil, principiada con una asonada militar, un cainismo alentado por quiénes probablemente ni siquiera habían calculado hasta donde podría llegar el poder destructivo del fuego que habían prendido, que fue mucho más allá en sus consecuencias de los tres años de guerra, porque los vencedores no les bastó con ganar una guerra en las trincheras. Luego, continuaron contra quiénes no podían defenderse, masacrando a quiénes no pensaban como ellos.

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Es probable que Siria, desde la escombrera que dejará la guerra en sus sentimientos, cuando ésta acabe haga lo mismo.

Que estemos en pleno siglo XXI, no nos tiene para nada vacunados, ni contra la guerra ni contra el empleo de armas químicas contra la población civil. La barbarie y la locura van de la mano. El más mínimo sentido común exigible a un ser humano, lo anula la guerra.