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Nada más lejos de mis previsiones que estar escribiendo ahora sobre miedos y estremecimientos. Más bien me veía bajo el ullastre dando los últimos toques a una pequeña conferencia sobre creación literaria que me he comprometido a impartir en los próximos días mientras empezaba a pergeñar la anual crónica viajera, recién llegado de una semana de estancia en tierras británicas. La cosa empezó a torcerse unos días antes de la partida, cuando el atentado de Mánchester y las posteriores declaraciones de la premier Theresa May sobre la alta posibilidad de ataques inminentes, me pusieron al borde del pánico y estuve en un tris de anular el viaje. Sin embargo, diversas llamadas a Londres me hablaban de ambiente tranquilo, de absoluta normalidad, por lo que decidimos seguir con los planes previstos.

Hubo suerte y la estancia en Londres no pudo ser más placentera, con un tiempo espléndido que nos permitió cubrir todas nuestras expectativas: paseo dominguero por St. Jame's Park, comida en Rules (steak and kidney pie, obviously), teatro musical («Un americano en París» y «Beautiful», dedicado a Carole King, uno de mis iconos musicales de los sixties), paseo diario por el puente del Big Ben cuya esbelta arquitectura admirábamos desde nuestra habitación del hotel (allí volvían los escalofríos, al ver los ramos de flores en recuerdo del reciente atentado), excursión al bullicioso barrio de Camden con su característico mercadillo, paseo, ¡ay!, por el Borough Market, la ineludible visita a Floris, la perfumería real fundada por un migjormer, la no menos habitual irrupción en Fortnum &Mason para solazarnos de nuevo con sus empleados vestidos de frac…

Me explayaría en detalles y en la deriva posterior en tren por la costa de Devon, al peculiar pueblecito de Totnes, pionero del movimiento llamado Transition Town de ciudades sostenibles (transitionretwork.org), con su aire bohemio y algo hippy, nuestras sobremesas con una italiana afable y culta que se enamoró de Totnes y regenta un pequeño restaurante («mis amigos ingleses pasaron por mi local el día después del brexit pidiéndome perdón entre sollozos», nos contaba), la bellísima excursión fluvial al puerto de Dartmouth, de donde partieran los padres peregrinos fundadores de los Estados Unidos, la ulterior visita a Bath, turísticamente mucho más conocida… Pero casi me parece obsceno recordar esa felicidad viajera cuando al poco rato de aterrizar procedentes de Bristol nos enteramos de la nueva salvajada en Londres, precisamente en nuestro Borough Market y me sacude un escalofrío brutal, me quedo atónito y tembloroso. Me había querido imbuir (sabía que me mentía a mí mismo) que el de Mánchester había sido el último atentado, que la situación estaba controlada que la magia de Londres nos acogía de nuevo…

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Pero llegar a casa y comprobar de nuevo la cruda y cruel realidad de un mundo terriblemente hostil nos deja en estado de shock. Pudimos ser nosotros, puede ocurrir en cualquier lugar, estamos inmersos en una lotería macabra, a merced del odio fanático, nos están arrebatando jirones de nuestro modo de vida. Ayer mismo, de nuevo en París. Las tripas se te revuelven y ves surgir por doquier la tentación autoritaria: apelaciones trumpianas a la merma de derechos humanos, a las deportaciones, al cierre de fronteras… Pero no es a partir de las emociones primarias que hay que combatir el fenómeno terrorista sino de la razón, que nos lleva a la labor preventiva e implacable en las redes sociales, en las mezquitas y a través de una colaboración franca y sin fronteras entre los servicios de seguridad. En este aspecto, el brexit empieza a mostrar sus costuras, con una gestión más que deficiente del último atentado, a años luz de la eficacia de las fuerzas de seguridad españolas cuya labor preventiva es ejemplar, lo que no quiere decir que estemos a salvo, nadie lo está.

Y vuelvo al principio: ¿Ceder al terror o seguir con nuestro modo de vida? ¿Viajar o esperar la lotería en casa? ¿Ceder a la tentación totalitaria o potenciar las redes internacionales de inteligencia? Coraje, determinación para seguir con nuestra vida democrática, más Europa, con o sin británicos, pero con una estrategia común antiterrorista y de seguridad, sin escatimar medios para que policía, jueces y fiscales den la batalla correcta. Y emocionado reconocimiento para esos héroes modernos como el infortunado joven español Ignacio Echeverría, que en un mundo cainita son capaces de jugarse (y perder) la vida por ayudar a un semejante desconocido.

PS.- La noticia de la muerte de Miguel Ángel Capella también nos golpeó duramente en Londres. Habíamos convivido estrechamente varios años en una pensión de Zaragoza y, aunque últimamente nos veíamos poco, los recuerdos comunes, torrenciales, nos invadían a ambos. Miguel era pura alegría de vivir, con una humanidad desbordante, un menorquín que dejó huella en la ciudad del Ebro. Poco a poco voy reemplazando las lágrimas por la sonrisa. Esa que iluminaba siempre su cara.