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Hay dos tipos de personas, las que en mitad de un atentado corren huyendo del peligro y los que corren hacia el peligro. Nadie puede negar que la reacción de los cuerpos de seguridad del Estado es encomiable y que su actitud se debe aplaudir, del mismo modo que su capacidad porque no hay que olvidar que si no ha ocurrido ninguna desgracia mayor desde el 11-M ha sido porque los Servicios de Inteligencia, ayudados por otras ramas, han cortado cualquier intención. El jueves no pudieron, cierto, pero el enemigo no es tonto y crece en una especie de carrera para ver quién es más listo.

«Es su trabajo», me dirás y no te falta razón, pero la actitud de muchos para con su obligación no es la misma. Te hablo de un oficinista que cierra cinco minutos antes o de aquel que no levanta el teléfono cuando su turno está a punto de expirar para, comúnmente, «pasarle el marrón a otro».

Precisamente, el «marrón» del jueves en Barcelona y Cambrils fue de los gordos. De los que ni tu ni yo sabríamos gestionar. Una acción para la que hay que estar muy concienciado y preparado y aun así ser capaz de templar los nervios. Bravo por ellas, heroínas, y por ellos, héroes, que no dudaron en desenfundar el arma, colocarse en diferentes controles ante coches que podían emular al kamikaze principal o dejar a un lado los instintos de huir para arrimar el hombro. Y por los ciudadanos de a pie que a su manera también echaron un cable. En eso, Barcelona el jueves dio una lección.

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La realidad del terrorismo late en nuestro país, es una pesadilla que no se puede negar. Por ello se tiene que preparar para plantar cara y evitar tragedias mayores. La del jueves, créeme, pudo ser inmensamente mayor y no hace falta ser un genio para darse cuenta. A pesar de aquellos que todavía creen en la quimera de que a estos individuos se les puede reducir con sobredosis de besos, de abrazos y de amor, a este país no lo queda otra que darse cuenta de que la seguridad pasa a ser prioridad número uno.

Y si no, pregúntate hacia dónde hubieses corrido.

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