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Hoy se puede decir cualquier cosa. Aunque sea una estulticia solo apta para aburridos. En la práctica, procura no decir públicamente según qué cosas. Si no eres políticamente correcto pueden apedrearte (en sentido figurado). El grado de intolerancia y resentimiento es altísimo. Las redes sociales han dado poder a difamadores y grupos de presión. No se te ocurra hacer chistes sobre temas tabú. Podrían llamarte cosas muy feas. Podrían hacerte el vacío. O insultarte de manera anónima sin temor a equivocarse.

Muchos optan por morderse la lengua. En una boca cerrada las moscas no consiguen entrar. Otros, en cambio, exhiben una densa verborrea. Suelen ser los que no aportan nada y les gusta más oírse hablar a sí mismos que a los otros escucharles - ¿Por qué no te callas? - les espetaría el rey emérito.

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Está mal visto censurar a alguien. La tontería circula por autopista y la sabiduría, en cambio, prefiere bellos senderos de difícil acceso. Por eso, la gente se autocensura. No quiere molestar o meterse en líos. A la mínima te llaman facha u otros adjetivos que sirven para descalificar. Te ponen en la lista negra. El lenguaje se retuerce para ocultar vergüenzas propias, repletas de oscuras intenciones.

No sabe hablar el que no escucha. Respetar al que nos habla invita a respetar todas las lenguas. Pero prohibir es más fácil que convivir. Así que al final caemos en la cuenta de que el odio es delito y la pena muy honda.