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Ya sabemos que nuestro mundo, albergando ciertamente seres, paisajes e historias de singular belleza, no deja de ser a día de hoy un pozo de mierda tan descomunal como hediondo.

Es por eso que me complace comunicar a mis fieles lectores que apenas aterrizado en este mi hogar (o en mi hogar de adopción, si el haber nacido en otro sitio me inhabilita para considerar mi querida isla como mi casa), me complace -digo- confesar que he encontrado, en una sola jornada, dos circunstancias, dos, que podría calificar sin ambages de positivas.

He recibido la primera buena impresión gracias a una circunstancia en principio desalentadora, como lo es encontrar caducada la ITV del coche. Quien conozca por experiencia propia o de forma vicaria lo extraordinariamente bien que funciona la ley de Murphy, sabrá que el mismo día en que te caduca la ITV hay, no uno ni dos, sino una legión de guardias municipales o civiles estratégicamente distribuidos por el territorio dispuestos por la fortuna a fijarse en el momento oportuno, no en cualquier vehículo, ni siquiera en cualquier otra zona de tu vehículo, sino precisamente en ese minúsculo rectángulo de tu parabrisas donde te delata la puñetera y descolorida pegatina de la ITV.

Pues bien, yo, que creo en la fatalidad, he decidido utilizar mis zapatos en detrimento de mi vieja furgoneta, por si las meigas. Y callejeando por Maó he visto, no se lo pierdan, una cosa positiva, un avance en la buena dirección, un enriquecimiento en toda regla. Entiéndanme, no es que sea tan alucinante que se hagan buenas cosas en nuestra ciudad, pero reconozcamos que tampoco es raro que destaquen a primera vista ataques contra el sentido común, performances surrealistas y falta de criterio. El caso es que en mi deambular por el centro histórico he encontrado unos cuantos 'hoteles boutiques'.

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No sé cómo serán por dentro (excepto el Jardí de Ses Bruixes, que visité en una ocasión y del que puedo asegurar que es sencillamente delicioso), pero si he de juzgar por el aspecto exterior apostaría a que ninguno de estos nuevos hoteles carece de encanto. Felicito por tanto a sus promotores, pero también al Ayuntamiento, que a juzgar por la proliferación de este tipo de establecimientos, han dejado de jugar al -hasta no hace mucho tiempo- aditictivo quehacer de poner palos en las ruedas de la iniciativa privada, remoloneando con los permisos, eternizando expedientes, etc.

El bien para la ciudad es innegable. Los clientes de este tipo de alojamiento (como lo son quienes escogen alquileres vacacionales, pero esto es otro cantar) van a explorar la Isla, van a comer en restaurantes, van a alquilar un coche, van a comprar en el mercado, si llevan pulsera no será de plástico, y hasta es posible que la hayan adquirido en el Carrer Nou, van a apreciar la Isla (no concibo que no sea así), cosa que no hace quien se encierra en un hotel a dar vidilla a los triglicéridos y al colesterol, y además se lo contarán a su cuñado, quien nos visitará en cuanto convenza a la parienta.

El segundo flash de optimismo lo he recibido mientras comía un excelente guiso de ternera con setas en Sa Taverna des Port al leer en «Es Diari» la reseña de una buena noticia. Otra vez toca felicitar al Ayuntamiento de Maó (y bien que me alegro de poder hacerlo) al enterarme de que el pleno aprobó una modificación de la ordenanza de ruidos que concederá a una buena parte del puerto la condición de zona residencial. Lo contrario era sin duda un sin propósito: plantar una discoteca (con cierre al alba) en el corazón del Moll de Llevant no tenía ni pies ni cabeza, como hicimos saber en su día al Ayuntamiento los vecinos a través de alegaciones y cartas de protesta firmadas por los afectados. Es gratificante saber que a veces pesa más el sentido común y la equidad en el trato al ciudadano que los intereses particulares, tengan estos o no padrino.

Aprovechando la coyuntura me atrevo a sugerir a los ediles que coronen la tarta con una buena guinda. No tienen más que peatonalizar parcial y temporalmente el puerto. Sin ruidos, sin humo.

Verán qué gloria.