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Hubo -hay- un país extraño. Una nación cuya seña de identidad es la del odio, atávico. Un territorio en el que quien pierde unas elecciones se alza con la presidencia. Y el saliente, alelado, paga, en cierta medida, las culpas de un antecesor suyo y de idéntico partido. Este último lucía bigote, que tenía como un no sé qué de hitleriano. Un día, el susodicho, se lo quitó. El antecesor se pasó lustros torpedeando a su delfín. Y, años ha, cobijó a ladrones y a corruptos. Al parecer se irá de rositas. Por eso anda, ahora, tan calladito…

EL NUEVO se ha izado al podio sumando visceralidades, algo que, por otra parte, es muy propio de ese estado cuyo nombre pocos osan pronunciar, recurriendo a originales perífrasis... ¿Su programa? Él mismo. Su partido calla, aunque, probablemente, lo pagará caro en unas próximas elecciones que, de seguro, no se convocarán ya, algo que, a la postre, es lo que exigen los súbditos estupefactos y anonadados ante el repugnante espectáculo que se les ofrece. El elegido hubiera pactado con el mismísimo diablo con tal de subirse al pódium. De hecho lo ha hecho. Unió todo tipo de ideologías zurciéndolas con el hilo de ese odio del que hablabas. En esa nación innombrable gana el que consigue que un cincuenta y uno por ciento sienta aborrecimiento por el cuarenta y nueve restante... Y el hedor de ese lodazal se disimula con perfumes varios, que no son sino palabras bellas maltratadas: diálogo, regeneración, dignidad...

EN ESTE MUNDO de ficción –sería impensable que fuera real- el ungido acepta las cuentas del expulsado, esas que tanto había vituperado antes por plazas y mercados. El ungido tiene mucho de equilibrista, de incoherente... Nobles allegados, cinco, lo aplauden, dirigiendo, a la postre, el cotarro con su batuta, siempre puesta al servicio del mejor postor...

Cuentan que hay un hidalgo infanzón que ha quedado zaherido, más incluso que el caballero descabalgado. El hidalgo tiene un no sé qué de pijo de Salamanca calle y ansía, fervorosamente, que en ese reino, sí, innombrable, se dé la voz al pueblo. El susodicho se veía ya rey, pero jugó mal las cartas. Ahora le toca esperar. Y puede que sus fuerzas mengüen... Dicen las malas lenguas que anda por las callejuelas de su feudo abatido y desanimado...

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Si Valle-Inclán hubiera conocido ese país –o lo que fuere- probablemente no habría escrito, por hiperrealistas, sus esperpentos…

En un lugar del Estado se homenajea a un criminal. El primero que le dio por asesinar a un guerrero. Sus herederos, los del criminal, derrotados, pero empecinados en su ideología, dan sustento al ungido. Que todo vale en botica. ¿La moral? Enterrada bajo una promesa hecha sin Biblia ni crucifijos. Otros no se encuentran, por su parte, cómodos en ese país de opereta y le exigen al inesperado moisés diálogo. Ese, que, sí o sí, será monólogo. «Vea V.M. que nos piramos. Tratemos, simplemente, de los complementos circunstanciales». Luego vendrán otros: los cinco nobles allegados, los de la batuta... Representan a otros muchos... Y la esperanza de tantos, el aire fresco, ese nuevo estilo de hacer política ha fenecido al parecer ya. Se pudo. Pero, al parecer, ya no se puede. Las butacas son cómodas. Y el poder, droga... Eso es lo que hay. Y con eso tendrá que lidiar el nuevo matador sin experiencia y sin –crees- principios...

MIENTRAS, los súbditos no saben qué pensar, no saben ya en quién creer, por quién alzar una azada o una lanza... Todo se ha mudado en ciénaga... Cada paso empuja hacia la nada. Y hay gente sin oficio o, por mejor decir, sin opción de ejercerlo. Y los villanos, en su acepción correcta, que nada tiene que ver con la villanía, adquieren la triste y absoluta certeza de que no importan... De que no le importan a nadie, absolutamente a nadie... Y aciertan...

Es un cuento, afortunadamente. Solo queda explicitar que los hechos aquí narrados son pura ficción y que cualquier parecido con la realidad es, efectivamente, mera casualidad... ¡Aleluya!