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Sábado, día punta del verano turístico. En las calles atiborradas me encuentro con una antigua compañera de pupitre a la que no veía desde hacía décadas. Sorprendentemente (había fallado, abochornado, con otra coetánea hacía unas semanas), nos reconocemos al instante. Intercambiamos unas palabras, una breve puesta al día, unas sonrisas cómplices…

Por la noche, presa de la nostalgia, busco en internet una vieja película («La guerra privada del Mayor Benson», 1955) que a los niños de entonces nos encandilaba en aquella Sala Augusta con palcos laterales, sin pasillo central y con el señor Portella de celoso guardián y encargado del bar del sótano, donde dábamos inexpertas caladas a nuestros primeros cigarrillos. Luego, en la oscuridad de la sala intentábamos hacer manitas con las chicas (el mayor logro libidinoso de aquella pacata época), mientras fingíamos interés en Charlton Heston/ Benson o en las aventuras en el Oeste de Kit Carson, un relamido cowboy que hacía piruetas circenses en el caballo mientras escatava indios en medio del jolgorio general.

Y entre los dolores reumáticos (si a partir de los sesenta no te duele algo es que estás muerto) y raptos melancólicos, vamos enfilando el final del agobiante agosto y seguimos sin saber cómo diantres habrá ido la temporada turística pese a los mil y un foros que pespuntean las veladas agosteñas y que, entre «Menorca languidece» y «Menorca diversifica», recalcan una y otra vez la escasa incidencia práctica de la pomposa Reserva de la Biosfera por la cual Menorca debería ser un ejemplo en respeto medioambiental y en energías limpias y, por el contrario, es el territorio de España donde la generación de electricidad es más sucia y más emisiones contaminantes genera. Pero parece que ahora va en serio, la ministra menorquina lo avala y las fuerzas políticas atisban un acuerdo ampliamente mayoritario, Punta Nati mediante. Un chat del mismo nombre con amigos continentales analizará concienzudamente el tema en la cena anual que se celebrará en breve bajo el ullastre, siempre que la habitual y generosa cata de vinos permita una mínima lucidez.

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Acudimos a pasar el primer día soleado tras la borrasca a nuestro rinconcito secreto de Santo Tomás, donde nos esperan tumbona y sombrilla pagadas a precio de oro en este culmen agosteño (dos euros más que hace diez días, olé). Poca arena y casi ninguna en San Adeodato, convertida en pedregal. El conservacionista calvo comprueba con compasiva autoironía y entre pedruscos, que es el único de la playa (?) con tirabuzones en pecho y espalda y jura y perjura que jamás de los jamases se los afeitará (metrosexuales go home), y se sume en profundas reflexiones pilosas mientras observa el arduo y penoso deambular de los turistas en busca de resquicios de arena.

En la intimidad de la tumbona, el hombre de pelo en pecho hace inventario: se declara preocupado por el cambio climático y la abrumadora preponderancia de energías fósiles, favorable a una ecotasa que sirva para mejorar las infraestructuras turísticas, sensibilizado por la posidonia, contrario a las rotondas de doble nivel, aunque con dudas en la de La Argentina, partidario del transporte público versus privado a lugares saturados, y favorable a la contención urbanística que permita conservar nuestra idiosincrasia paisajística… Pero, sigo elucubrando, ¿tan lesivo sería para la reserva biosférica reponer mínimamente determinados arenales si, llegada la primavera, el ciclo natural no se consuma? No parece muy acogedor que los visitantes se encuentren con un pedregal donde se les había vendido gozar de una hermosa y mullida playa…

Dejo de lado el inicio de la liga de fútbol («nunca habías hecho esto por mí», me recrimina mi pareja sentimental), para acudir el sábado por la noche al precioso patio interior del Hotel Ládico, donde nuestra sutil soprano María Camps, apoyada por Pere Arguimbau a la guitarra, desgrana piezas musicales imperecederas de todas las épocas, desde La vie en rose a Summertime, pasando por su soberbia creación de Alexandra Leaving de Leonard Cohen para terminar con el mejor de los bises, el emblemático Hallelujah. Una noche mágica para empezar a despedir un agosto incierto en climatología y en análisis concretos de la realidad concreta menorquina.

Vuelvo a Binibeca después de muchos años y desde el Balanzó’s Corner, en las inmediaciones de Los Bucaneros, observo el ambiente, soportable hasta las doce de la mañana y agobiante después. Y de nuevo se abre la espita de la melancolía: Binibeca fue para los sesentayochistas mahoneses la primera alternativa de baño una vez se empezó a poner imposible el puerto. Allá empezaba a verse quiénes tenían madera de picador y quiénes no (casi todos). Y desde la atalaya del querido Emilio me parece ver a Juanito Moysi con su güisqui imperecedero, a su hijo Santi batiendo la campana de las propinas y a la excelsa matriarca Mercedes Beltrán, todavía en la brecha, cocinando una de sus mayestáticas e incomparables paellas. Tempus fugit.