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Me preguntan, en una entrevista promocional, cuál es mi serie favorita. Difícil pregunta para alguien que no ve ni un capítulo completo de una serie, sea la que sea. Eso me lleva a pensar que los guionistas de series tienen que hacer malabarismos para cuadrar todos los episodios, y que quien hace malabarismos tarde o temprano se cae de la cuerda floja. En las series suele haber dos protagonistas, uno masculino y uno femenino, o viceversa, ahora que está de moda decir «todos» y «todas».

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Dichos protagonistas viven una retahíla infinita de vicisitudes, tantas vicisitudes como capítulos y temporadas pueda alcanzar la serie. Si no están casados ni enamorados, en algún momento tienen que enamorarlos y hasta casarlos, lo cual a veces tiene que hacerse entrar con calzador en la sarta de historietas. Si es una serie policíaca -la mayoría lo son- tiene que haber por lo menos un muerto por capítulo, lo cual me lleva a pensar que o bien la vida de un hombre no vale nada, o bien este tipo de ficciones están demasiado exageradas. Los actores tienen que entrar en muchas casas pistola en ristre, apuntando a diestro y siniestro, a cualquier sombra, se mueva o no se mueva, como si cazaran cocobetos. No me pregunten lo que son cocobetos, porque nunca lo he sabido. Y lo más importante, a los protagonistas de las series les sale también a un muerto por capítulo, sobre poco más o menos. Quiero decir que aunque siempre les cae encima una lluvia de balas, nunca les aciertan, y salen sin un rasguño del más encarnizado tiroteo. En cambio ellos suelen acertar a la primera o la segunda, lo cual me hace pensar de nuevo que los asesinatos perpetrados por policías no cuentan, tal como ya decía don Quijote respecto de los caballeros andantes: «Calla -dijo don Quijote-. ¿Y dónde has visto tú, o leído jamás, que un caballero andante haya sido puesto ante la justicia, por más homicidios que hubiese cometido?».

Así pues, los protagonistas de series son caballeros andantes, porque no les matan nunca, a menos que el actor o la actriz en cuestión se mueran -fuera de la ficción- o cambien de trabajo. Entonces les hacemos cometer un delito, les despachamos y ponemos a otro actor en su lugar. Lo dicho, los pobres escritores de guiones necesitan armarse de un buen calzador para cuadrar tanto desbarajuste. Y los actores de serie quedan encasillados; cuando aparecen en una película nos recuerdan la serie y quedan como don Quijote en un garaje, con gafas de sol y de noche.