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Eran media docena, seis exactamente, que esperaban con la bandera nacional, la carlista y la de Vox a quienes se iban llegando para recordar en la Plaza Miranda de Maó la «represión del 1 de octubre» del año pasado en Cataluña. Pero estaban sin ningún complejo, cantando el himno nacional.

El domingo siguiente, la capacidad de convocatoria de Vox, diez mil personas en Madrid, llamó la atención de los medios y de los otros partidos. Están aquí, ya no son una fuerza residual.

Ese mismo día, en Brasil, uno de los países escaparates del mundo, el candidato de la derecha radical Jair Bolsonaro se quedaba a cuatro puntos de ganar a la primera las presidenciales. Y hace dos días en Roma Matteo Salvini y Marine Le Pen presentaron una alianza soberanista para «salvar» Europa de los burócratas, una alianza que han llamado «frente de la libertad».

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Es la ultraderecha que ya gobierna en Italia en coalición con el populismo. También el primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, se alinea con esos postulados. El movimiento ultra se ha fortalecido en Alemania y en Suecia, otrora paraíso de la socialdemocracia.

Le Pen disputó el mano a mano a la Presidencia de Francia con Macron. Trump, que sin duda pertenece a la misma camada del populismo ultra, sigue a los mandos de la excavadora que dirige la política del estado más poderoso del mundo. Tiene la opinión pública, los medios y la poderosa cultura del cine en contra, pero el nivel de paro en Estados Unidos se sitúa en el tres por ciento -a costa claro de perjudicar a otros países-.

Vox obtuvo en las última generales 46.781 votos, el 0,2 por ciento, menos que los animalistas. Pero si Rajoy fue una fábrica de independentistas, la malograda ruptura catalana puede ser una mina para este tipo de organizaciones. Trasladan un mensaje simple, «aquí estamos».