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¡Qué paradoja! Mientras el célebre escritor y periodista Manuel Vicent enumeraba la semana pasada en El País aquellas cualidades que han llevado a organismos internacionales de toda solvencia a declarar recientemente a España como el mejor país del mundo para nacer, el más sociable para vivir y el más seguro para viajar solos sin peligro por todo su territorio, los españoles sufrimos la imagen terrible de buena parte de la clase política cuya talla chirría bajo cualquier consideración. ¿Es posible ese balance en el diario londinense The Economist, por ejemplo, a pesar de quiénes nos representan?

El último episodio del Congreso, protagonizado anteayer por el diputado (?) de Esquerra Republicana, Gabriel Rufián, expulsado del hemiciclo por la presidenta, y el supuesto escupitajo de su compañero al ministro Borrell, no puede interpretarse como un hecho aislado, tampoco como un síntoma de deterioro sino como la constatación de una patología de descreimiento generalizado. Intercambios de insultos, sucesivas perfomances vergonzosas a cargo del político más bufón de la historia de la democracia en España, y por encima de todos ellos un presidente interino que presume de esquizofrenia aún a costa de acumular toneladas de descrédito por lo que dijo antes y lo que dice ahora.

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Uno lee la larga relación de parabienes a España que llegan desde el exterior y observa el día a día de los que están al frente del país y acierta a entender el conflicto permanente o las dudas inevitables que despierta el poder judicial, tan de moda estos días.

Como escribía Vicent, «todo esto demuestra que en realidad existen dos Españas, no la de derechas o de izquierdas, sino la de los políticos nefastos y líderes de opinión bocazas que gritan, crispan, se insultan y chapotean en el estercolero y la de los ciudadanos con talento que cumplen con su deber, trabajan y callan». Estos son los que valen.