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Son las cuatro de la tarde. Un médico, un empleado de banca y una profesora entran en el Centro regional para la Formación Política de Berlín. Hace unos días se han apuntado a un curso gratuito para… ¡aprender a rebatir argumentos populistas! Los tres están cansados de escuchar a familiares, amigos y compañeros de trabajo decir cosas que les indignan y que no saben cómo refutar. Después de una breve presentación, la profesora Methuja Thavarasa divide a los participantes en tres grupos que se enfrentan a diferentes situaciones. Una conversación en una oficina, en un tren y una cena familiar. Los grupos se reparten las tareas. Unos transmiten los mensajes populistas del tipo «mis impuestos se dedican a otros», «van a venir millones de refugiados» o «siempre ha existido el cambio climático». Otros intentan rebatir sus argumentos apelando a la ironía o incitando al interlocutor a revisar su fuente de información. Tras realizar una pausa, los participantes reconocen que resulta mucho más fácil ejercer el rol populista.

Cuando termina la primera sesión, la profesora Methuja recuerda a los participantes que la única manera de abordar este problema es a través del diálogo. «Hay que practicarlo a diario, no te puedes quedar en tu zona de confort. Hay que implicarse. No vale decir: es que son unos ignorantes. Hay que hablar con gente que no piensa como tú. Y, con la familia y los amigos, lo importante es ser capaces de mantener el vínculo».

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Los expertos han definido el populismo como una ideología «delgada» –se adapta a las más variadas tendencias- que divide a la sociedad en dos grupos homogéneos y antagónicos: «la gente pura» y «la élite corrupta». El objetivo del juego político sería «dejar que la gente gobierne» lo que enlaza directamente con la promesa democrática de respetar la voluntad del pueblo. El sello distintivo del populismo es la afirmación de que ellos (y solo ellos) representan a los ciudadanos. De esta manera, se niega la legitimidad del resto de contendientes para llegar al poder. Su discurso está basado en argumentos que apelan a la emoción y al sentimiento que despiertan ciertas ideas o valores. Frente a este planteamiento, las evidencias basadas en los datos científicos tienen poco que hacer. De nada sirve demostrar la equivocación de un planteamiento cuando se topa con un prejuicio que –como decía Albert Einstein- «es más difícil de destruir que un átomo».

Muchos factores han influido en este auge del populismo, entre ellos, la grave recesión económica de 2008 y la crisis de los refugiados de 2015. Se trata de un dato preocupante porque muchos jóvenes empiezan a asumir este discurso. Según un estudio publicado en 2016 por los politólogos Yasha Mounk y Roberto Stefan Foa en «Journal of Democracy» con el sugerente título de «The Democratic Disconnect» solo una tercera parte de los jóvenes que viven en democracias liberales cree que es absolutamente esencial vivir en un régimen democrático. Este estudio concluyó que dos tercios de millenials europeos nacidos a partir de 1980 considerarían potencialmente legítimo, en diversos grados, un golpe militar si juzgaran que el Gobierno es incompetente o fallido.

Vivir en democracia comprende necesariamente conversar con el que discrepa. Implica construir puentes de diálogo. Saber explicar los números. Buscar soluciones que, sin dar completa satisfacción a los intereses particulares de cada uno, persigan la máxima realización del bien común. El debate de ideas, planteamientos, propuestas es la sangre que irriga las arterias de la democracia. Sin embargo, no todos los argumentos tienen el mismo peso. Debemos aprender a descubrir y rebatir los alegatos «fáciles», persuasivos, emocionales que están diseñados para recibirse en esa parte primitiva del cerebro que guía nuestros impulsos. La persuasión no se puede convertir en el patrón que mida la calidad de los argumentos utilizados pues, en tal caso, existe el riesgo de desnaturalizar la democracia y convertirla en un sistema que recompense la ignorancia. Se trata, sin duda, de un reto decisivo para el futuro de nuestra convivencia pues, como dijo Octavio Paz cuando recibió el Premio Cervantes en 1981, «sin libertad la democracia es despotismo, sin democracia la libertad es quimera».