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No sé cuántas personas puede haber en Menorca que corran el riesgo de que un golpe de mala suerte les pueda dejar en la cuneta de la sociedad del bienestar. Lo que parece evidente es que el malestar afecta cada día a más personas y que muchas de ellas ya no son del grupo de los desheredados, sino que pertenecían a una clase media que ha ido a menos.

Lo que ha pasado en Eivissa con el incendio de un edificio abandonado donde podían vivir unas ochenta personas (una de ellas murió) es más que una noticia de sucesos. Más de la mitad de esos okupas tienen trabajo pero no cobran suficiente para pagar un alquiler y tener para comer. A una de estas personas le pedían 600 euros al mes por una habitación.

Es la punta del iceberg de una nueva exclusión, que está consiguiendo que los que antes sobrevivían con la dignidad de los pobres para llegar a final de mes, ahora ven como su pobreza se alarga y se cronifica.

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Caritas de Menorca constata un año más, con la presentación de su memoria, que siguen creciendo las necesidades de los que menos tienen. Y una sociedad con una clase media cada vez más baja representa un peligro inminente. Porque la competencia de los pobres son los más pobres, los inmigrantes irregulares, que buscan desesperadamente sobrevivir. Un terreno abonado para la xenofobia y el racismo, uno de los argumentos electorales que capta más adeptos silenciosos.

Lo de la sociedad del bienestar corre el riesgo de quedar como una frase hecha, como un recuerdo del compromiso que los Estados asumieron después de la Segunda Guerra Mundial para mejorar la vida de sus ciudadanos.

Ahora se plantean nuevos retos. Y ya no se trata de atender las necesidades de grupos minoritarios sino de responder a las dificultades cada ves más mayoritarias. No se puede hablar de bienestar si no se ayuda a las familias a mejorar su economía. No es un problema para los servicios sociales sino para la política.