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Desde que era escolar me ha fascinado el «Romance del Conde Arnaldos». Ya saben: «Quien hubiera tal ventura / sobre las aguas del mar, / como hubo el conde Arnaldos / la mañana de San Juan». La lectura nos sugiere de repente la visión del mar, omnipresente en nuestras islas, un mar en calma, con una galera que surge plácidamente las aguas. Pero es que siendo la mañana de San Juan poco menos que mítica entre nosotros, en seguida se nos representa un jinete vestido de negro, con sombrero de teja, y un caballo adornado como para las fiestas de Ciutadella, con una estrella de espejo en la frente.

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Un caballo que, siguiendo la onda fantástica del poema, incluso podría trotar sobre las aguas del mar. La galera del conde Arnaldos «las velas trae de seda / jarcias de oro torzal / áncoras tiene de plata / tablas de fino coral». ¿Y nuestro caballo? Nuestro caballo podría tener los cascos de nácar, las flores de hojaldre, la estrella de luz… Bien mirado nuestro caballo -y también el caballero- podría ser todo de luz, el fantasma amable de la tradición, que se renueva cada mañana de San Juan, cuando nuestras playas parecen de polvo de estrellas, y nuestros pinos huelen a cabelleras de damas imposibles. Porque cada solsticio de verano conmemoramos la belleza de lo imposible, la paz de nuestras orillas, la herencia de amor de nuestros padres, el jolgorio de la juventud, la hermosura de la temprana edad y a lo mejor hasta olvidamos todo lo desagradable que a veces tiene la vida, la negrura, la violencia de las tempestades de invierno, el tronar de los cañones de guerra, los baños de sangre, los muertos, la destrucción, el mar de lágrimas… Porque una mañana de hace quinientos años comparecieron ante nuestras costas no una, sino muchísimas galeras de velas blancas que parecían de seda y venían a saquear y devastar, galeras turcas que a lo mejor surcaban suavemente las aguas y parecían invitar a soñar. Lástima que no supiéramos el cantar del marinero del conde Arnaldos, ese «que la mar ponía en calma / los vientos hace amainar». Lástima que el marinero del poema no nos confiara su secreto, el secreto de la ilusión y la paz universal porque «yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va». Quién supiera la canción, para decírsela al caballero noble de la cabalgata de San Juan, o a lo mejor al caballero eclesiástico -que presume de tener el oficio de la paz-, para que adentraran sus caballos en el mar y no fuera un Mediterráneo de sangre, sino de fantasía.