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Llevo una semana conviviendo codo con codo, éxito con éxito y aprendizaje con aprendizaje con una comunidad de deportistas en los Island Games. Un grupo de menorquines con los que hemos compartido momentos más o menos dulces que van ligados a un resultado deportivo. Solo a un maldito resultado deportivo. Y es que el deporte es cruel, terriblemente cruel.

Imagínate, llevas toda una temporada, un año, un ciclo olímpico trabajando para mejorar tu marca, para ser el más rápido, la más dura, el mejor o la puñetera reina de tu disciplina para jugártelo todo en apenas un puñado de segundos. En esa breve brisa, ese suspiro de la nada te enfrentas al rival, sí, sin saber que en realidad el enemigo eres tú mismo y que conociéndote llevas todas las de perder.

Hace tiempo que hemos perdido la perspectiva, que hemos dejado de pensar en lo verdaderamente importante del deporte. En la esencia de tener que trabajar para mejorar, en la constancia del día a día, en la superación, el trabajo, el compromiso… Todo esto parece que ha pasado a un segundo plano porque ahora prima más ganar, aunque sea de cualquier forma. Ese es el mensaje que sobresale más en el deporte de hoy en día y, creo, nos estamos equivocando.

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Porque estrechamente ligado al deporte van una serie de valores que se aplican luego en el día a día, en la vida. El sacrificio, por ejemplo, la capacidad de dar lo mejor de ti sin necesidad de esperar nada a cambio.

El deporte es un reflejo de la vida, el mismo comportamiento que adoptes ante un reto será el que asumas ante un problema. La gestión, por ejemplo, será la misma. Y pienso que si no corregimos la imperiosa obligación de ganar crearemos individuos incapaces de valorar todo lo que envuelve a un deporte.

Idolatramos ganadores, cuando deberíamos hacerlo con héroes y heroínas.

dgelabertpetrus@gmail.com