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El diccionario define la palabra «distopía» como «representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana». Naturalmente, aquí se entiende «alienación» como limitación de la personalidad y libertad del individuo. La novela de George Orwell titulada «1984» es una distopía, una novela futurista publicada en 1949 en la que la sociedad vive controlada por el Gran Hermano, mediante una especie de policía del pensamiento. El acierto de «1984» radica en predecir en cierto modo la sociedad actual en que se tergiversa la información y se practica una vigilancia masiva, cuando menos comercial, a través de internet. Digo cuando menos porque los medios audiovisuales de que disponemos ahora pueden llegar a permitir también la manipulación política, como ocurre en la novela. Otro ejemplo de distopía es el libro de Margaret Atwood titulado «El cuento de la criada», que dio pie a una serie televisiva estadounidense emitida en España bajo ese mismo título. Pero ahora se trata de una distopía feminista en la que la protagonista, Defred, cuenta sus experiencias en la república de Gilead, una sociedad represiva y puritana controlada bajo la pena de muerte. En Gilead las mujeres no tienen ningún derecho, son consideradas objetos, mercancías, hasta el punto de no poder disponer ni siquiera de sus propios hijos.

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Alguien podría pensar que esto no es posible en América, que el argumento de esta novela en la que el presidente es asesinado mediante un golpe militar resulta inverosímil. La república de Gilead carece de libertades y derechos sociales tan fundamentales en América como la libertad de prensa y los derechos de las mujeres. Pero al calibrar las prohibiciones que pesan sobre la criada pueden encontrarse paralelismos con el pasado y presente de nuestra propia sociedad, aunque llevados al último extremo. La criada no puede tener propiedades, no tiene autonomía económica, carece de independencia, no puede salir del hogar más que para comprar provisiones o realizar mandados, solo puede hablar con sus propietarios, no puede realizar actividades intelectuales, no tiene autonomía para alimentarse, para tener experiencias sexuales, no puede tomar sus propias decisiones. Nos recuerda un poco a la mujer de la clase servil durante la Edad Media, que todavía tiene ciertos ecos en las mujeres pobres de hoy en día, y en las que se ven obligadas a ceñirse al viejo refrán de «la mujer casada, la pata quebrada y en casa».