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Considero que cumplir años me sienta bien. No porque me vea como una especie de George Clooney, sino porque me sube el ánimo. Soplar velas –reales o ficticias- me trae muy buen rollo en los últimos años. He reorganizado el concepto para tomármelo como lo que es, una celebración de la vida.

Cuando éramos críos, lo más importante de los cumpleaños eran los regalos. Te daba igual si te felicitaban o no porque lo importante era destrozar frenéticamente el papel que envolvía los presentes y comprobar cuál sería el nuevo juguete favorito o si llegaba el último videojuego del mercado. No solían faltar, tampoco, los regalos de profit que suponían un auténtico reto ya que te obligaban a poner tu mejor sonrisa falsa para agradecer un juego de escuadra y cartabón, una brújula, un compás, un juego de sábanas o, –mísero de mí–, un cepillo de dientes eléctrico. Pero, ¿qué coj…?.

El tiempo, además de más viejos, nos hace más sabios y nos ayuda a verlo todo con perspectiva. Antes, los cumpleaños eran eventos multitudinarios alrededor de una gran mesa donde no faltaba ni la patatilla, ni la sobrasada ni el chocolate. Aunque comer era lo de menos ya que te morías de ganas de ir a jugar con tus amigos porque ese día tú eras el protagonista, el héroe, el más querido. Eras, por así decirlo, el centro de la atención y, por momentos, te pensabas que incluso la niña guapa de la clase te miraba con unos ojos distintos.

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Ahora todo eso ha cambiado. El número de regalos ha ido menguando paulatinamente y cada vez cuesta más reunir a tu grupo de amigos alrededor de una mesa. Si lo logras, tienes que ir con cuidado porque si es una cena no se puede comer según qué alimento ya que luego las digestiones son diabólicas, infernales. Con un poco de suerte, y si la noche se desmadra, acabarás cambiando las velas por rondas de chupitos aunque la resaca del día después te dure tres ciclos lunares.

El lunes alcancé los 34 años y estoy muy contento. Recibí tal cantidad de cariño que me dio un subidón de autoestima y me confirmó, un año más, que no necesito regalos, que tengo todo lo que quiero, que voy consiguiendo cuanto me propongo. Ese aluvión de felicitaciones me hizo sentir, de nuevo y por un día, el niño más popular de clase, aunque la niña guapa de la clase al final acabase con otro idiota. Y me sirvió también para hablar, ni que fuera brevemente, con algunos de esos amigos con los que compartí tarta, patatilla, bocadillos o chupitos, en su momento.

Cumplir años no deja de ser una cruel cuenta atrás imparable, edulcorada al principio con azúcar, ahora con alcohol y, más adelante con medicamentos, pero qué bonito es seguir avanzando en la vida. Por los que están y, sobre todo, por los que ya no están.

dgelabertpetrus@gmail.com