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Recuerdo con nostalgia imposible de ocultar, cuando mi infancia payesa se me fue sin querer que se me fuera, infancia que viví en el lloc donde nací, donde hacían mis padres queso, que más artesano no creo yo que se pueda hacer. El desuerado de la fogassa venía dado por la presión de una prensa entre dos regios tablones, posiblemente de acebuche. Allí se colocaban los quesos siempre con su forma de paralelepipédico; finalizada esta operación y quitado ya el fogasse donde saldrá con la mamella que resulta de los pliegues del lienzo. Una vez desuerados quedaban listos para el proceso del salazón en una salmuera durante no más de 46 horas y de ahí al cañizo del cuarto donde se iniciaba la maduración muy vigilada por mi padre, que a medida que avanzaba el proceso, solía untar los quesos con aceite.

De aquellos quesos artesanos recuerdo que unos salían muy buenos, otros regulares y algunos más malos que buenos. Hoy en día, la técnica de los maestros queseros ha superado el trance de un sinfín de dudas y de las carencias de medios que se tenían en aquella época.

Los logros organolépticos amparaban la buena fe el artesano, sin saber muy a ciencia cierta, porque se daban esas diferencias entre los quesos que se elaboraban a pie de la fogaña de la cocina, para que el calorcillo precipitara que la caseína obrase el milagro al que le ayudaba la semilla del cardo silvestre o la flor de la alcachofa. Hoy todo esto está prácticamente en el almacén donde se guarda la cultura de un pasado donde tenía mucho mérito conseguir seguir adelante, sin otra escuela que la aprendida de sus mayores, con la única ayuda de la vaca que le daba la leche y sus manos para conseguir el queso que quitó mucha hambre en los desayunos y meriendas de payeses y menestrales.

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El otro día, andaba yo paseando en Madrid por el barrio de los Austrias, donde tengo localizadas cuatro tiendas, que entre otras cosas trabajan muy bien la venta del queso. Por esa zona he visto quesos cada vez más raros ¡ojo!, con eso no quiero decir más buenos, porque el queso que es bueno no necesita de inventos añadidos, como le pasa al excelente queso Coinga, un queso cuyo nombre anuncia su calidad insuperable.

En una tienda que tiene un grandísimo escaparate, justo al salir de una calle evocadora de Austrias y Borbones, tenían en el mostrador un queso que me llamó la atención, era un queso con trufas, pero me pareció que con trufa pobre, es decir, trufa negra, porque la cara, la elegante, es la trufa blanca. Luego esos otros quesos de pastas rojas, azules, verdes y hasta negras. De este negro compre una cuña el año pasado, recuerdo que se lo conté a ustedes, y se me quitaron las ganas de repetir. Según me informaron, conseguían que el queso fuera negro gracias a la cerveza negra, pero es de un mal comer, una cosa más bien horrorosa. Se me antojó una vulgaridad. - Eso te pasa por «ser un catacaldos» me dijo María. Como me las veía venir, sabiendo por dónde andabas, saqué un cantó de la nevera de queso Coinga para que la temperatura ambiental le devolviera todo su potencial organoléptico de los exquisitos Coingas, que por cierto, tú como purista impenitente, no has aceptado nunca con un curado de Coinga la vecindad de una cerveza, y eso de sacarlo a la mesa con un trozo de membrillo, de eso ni hablamos.

- Pues mira, te equivocas, me gusta un Coinga bien curado y le va bien un trozo de membrillo a condición de que éste no sea excesivamente dulce, aunque soy del Coinga más en estado puro; tampoco reniego hoy en día, de un Coinga curado con un poquito de figat, pero con la cerveza no puedo, porqué estoy convencidísimo que marida mejor con vino y no hace falta un vino con muchos apellidos, un crianza honrado será suficiente, a condición de que tenga bien equilibrada la acidez, y como por pedir que no quede, a esa botella de vino, le haría dos peticiones, una que a ser posible fuera un mono varietal y a la temperatura ambiente, porque entonces sé que tengo en boca dos levaduras puras: el queso y el vino.

- Los gastrónomos sois un poco raritos, yo como soy de mejor contentar disfruto de un semi de Coinga con cuatro almendras o unas avellanas, pero ¡por amor de Dios José María! No me traigas quesos que luego nadie se los come en casa.