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Pasar una mañana en una librería de las llamadas ‘de viejo’ en el Madrid más castizo: zona Sol, Plaza Mayor, aledaños del Teatro de la Ópera o el Madrid de los Austrias, es un placer que disfruto intensamente y que de tanto en tanto me concedo cuando tengo la necesidad de husmear como un sabueso por entre las estanterías repletas de viejos libros, muchos de ellos descatalogados, otros (quien lo diría) intratables por haber alcanzado un precio prohibitivo, por qué son de los llamados libros de coleccionista, por ejemplo antiguos tratados de caza africana, viejos ejemplares de libros de cocina o sobre las rarezas de los vinos, con antiguas fórmulas de cómo en abadías y monasterios, frailes venerables dieron con la ciencia necesaria que les iluminaba añejas ignorancias sobre vinos, y que les conducía a la enología actual (benditos sean); libros caros, a veces muy caros, pues apenas queda algún ejemplar que se encuentre a la venta, como aquel que tuve en mis manos sobre la ornitofauna, cuyas aves estaban pintadas a mano por un maestro holandés, una tirada de escasos ejemplares, pintados uno a uno, una rareza cuyo precio se justifica precisamente por eso, y que ha alcanzado altísimos precios en una subasta, ya que poseer uno de esos ejemplares es uno de esos regalos que en la vida se hacen contados bibliógrafos que merecen el honor de ser conocidos por su extraordinaria y rara biblioteca.