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Caen tristemente los mayores que integran la denominada tercera edad. La pandemia del coronavirus tiene como víctimas mayoritarias a aquellas personas nacidas en la dura posguerra, la generación de auténticos supervivientes, en muchos casos, que acumularon gran parte del mérito para levantar este país y conducirlo al estado del bienestar del que hemos disfrutado sus sucesores. Mucho de lo que tenemos ahora se lo debemos a ellos.

Quienes hoy merodean o superan las ocho décadas de existencia las han vivido de todos los colores -unos más que otros según su procedencia- durante su infancia, juventud y madurez. Son personas que impulsaron el desarrollo a partir de los años 60 a base de esfuerzo, sin lujos, pero con una determinación y un arrojo que posiblemente no hayamos heredado en su misma medida los que hemos llegado después. Estamos habituados a disfrutar de muchas más comodidades gracias a los de aquella generación que se deslomaron para que tuviésemos una vida mejor que la suya.

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Pluriempleos para llegar a final de mes en los hombres, horas y más horas extras, esfuerzos permanentes para mantener el hogar y cuidar de los hijos en las mujeres cuando aún estaban lejos de incorporarse al mercado laboral, recato y limitación de libertades para todos ellos... pero una adaptación a las circunstancias extraordinaria, sin renunciar al progreso.

Esas son las señas que definen a estos octogenarios que merendaban pan con aceite, se calentaban bajo las faldas del brasero e iban al cine con la correspondiente carabina.

De una fortaleza física descomunal, quizás por la pureza de los productos que les alimentaban entonces, no es justo que la pandemia se cebe con ellos preferentemente, y que mueran en algunos casos por descarte, porque no queda sitio en las UCI o atención en las residencias, sin la mano de un familiar en la despedida, sin funeral ni velatorio. Los que se van estos días, que serán de infausto recuerdo, merecían otro adiós más acorde a lo que nos han dado.