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E n paralelo a la iniciativa de aplaudir a los sanitarios, cada día desde balcones y ventanas, corren otras convocatorias de las que no se está hablando tanto. Una de ellas es una cacerolada desde el encierro contra el cobro de las dietas por desplazamiento de nuestros diputados y senadores en Madrid, así como por parte de los parlamentarios autonómicos. Es un clamor ciudadano en las redes sociales, donde muchos de esos políticos critican las actuaciones de tal o cual partido ante la crisis sanitaria que vivimos, pero están más calladitos en relación a ese dinero que cobran para ¿ir a dónde? ¿comer dónde, si no es en su casa? Porque, como todos nosotros, tienen que estar confinados, teletrabajar, no pueden coger aviones ni ir a restaurantes entonces, ¿por qué se genera automáticamente ese derecho a que cobren indemnización? ¿qué explicación hay para que se mantengan unas dietas de manutención que podrían derivarse a otros gastos ahora mucho más necesarios? Me temo que ninguna. Sus señorías cuestan en ese concepto de dietas 635.265 euros al Congreso y 505.650 euros al Senado, un millón mensual al que habría que añadir lo que gastan las cámaras autonómicas. Mientras tanto el resto de los comunes debe aceptar desoladoras cifras de paro, expedientes de regulación, cuotas inaplazables de autónomos, hemos visto hasta trajes de protección hechos con bolsas de basura en algunos hospitales...

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Es cierto que algunas de esas cantidades cubren los alojamientos de los parlamentarios que se trasladan lejos de sus casas, pero eso no es excusa para que las dietas engorden sus bolsillos; corren tiempos muy difíciles, y no son los propios partidos o grupos políticos los que deberían decidir sobre estas cantidades, acordar renuncias o esperar a que se produzcan donaciones individuales; ante una emergencia nacional de salud y económica como la actual, esto debería regularse para todos por igual. Tienen que ser los gobiernos, las cámaras, las que tomen cartas en este asunto y estipulen qué es de pago obligado y qué no, y por lo tanto puede ser retornado al erario público, que lo necesita y mucho. O la brecha que ya existe entre la realidad de la calle y la de los despachos se hará insalvable.