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Seguro que en algún momento te has cruzado con ella. Es endiabladamente diabólica y suele actuar de incógnito y con una impunidad que la hace todavía más malévola. Es la prima de la ‘Niña de la curva’, la sobrina del ‘Hombre del saco’ y la novia de ese vecino toca narices al que le da por mover muebles a las tantas de la noche sin compasión por la audiencia vecinal con la que cuenta. También es la causante de que sospechosamente, a esas misas horas intempestivas, se pongan a testear la fiabilidad de su somier de muelles entre algún jadeo acompasado que denota el brutal sobresfuerzo que realizan para mover la cama. Será eso, ¿no?

Bueno, retomo el tema. La mujer de la columna es la asesina perfecta, cumple con su misión de una forma tan eficiente como eficaz y lo hace sin discriminar a nadie por su género, por su raza, por su gremio o por su cuenta corriente. Casi como Donald Trump. A la que te descuidas te atiza con una virulencia anormalmente inusual. Casi como aquella policía que defiende Donald Trump. Pero, ¿quién es la mujer de la columna?

Ponte en contexto. Da igual la hora que sea. Vas tranquilo con tu coche y te metes en un parking cualquiera. Como sucede en las películas, los parkings parecen todos iguales e inofensivos. Fijas tu objetivo en ese aparcamiento donde crees que cabes en una operación que no exige de demasiadas maniobras. Empieza la acción y con la ayuda de los tres espejos que tienes en el coche vas controlando distancias y aproximaciones para evitar la catástrofe con la columna. Como Trump, te crees que lo tienes todo bajo control…

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«Clack». Ha sonado ha roto y lo sabes. Un ruido sordo, seco y triste que te paraliza de miedo. No porque te vaya a aparecer el malo de «Scream», sino porque te da pánico salir a comprobar los daños. Y suelen ser graves. Entonces maldices, te preguntas cómo es posible. Compruebas, desde la distancia, cómo la plaza de aparcamiento no ha crecido ni ha menguado desde que has decidido entrar hasta que lo has hecho. Sigue igual. Es ese momento cuando, tras un momento de lúcida deslucidez llegas a la conclusión de que la columna se ha movido. Que tú, bajo ningún concepto, tienes la culpa porque te avalan no sé cuántos años de carné y que tu coche cabía en ese hueco incluso aparcándolo de espaldas y con una mano y el palillo en la boca.

Y en ese silencio solo roto por tus improperios, ella ríe a carcajada limpia y de una forma malévola reivindicándose como la autora del movimiento del traicionero movimiento de columna. Otra vez. Sin prisioneros, sin piedad. ¿Cuela?

dgelabertpetrus@gmail.com