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El empleo de guía turístico, en mi juventud, fue el más gratificante de todos cuantos he ejercido en el curso de setenta y cuatro años. Por una parte mi incorporación al elitista grupo de las personas que se atarean solo dos horas diarias, ¡solo dos horas!, y por otra las prebendas que confieren esta suerte de deberes que se besuquean de algún modo con los placeres, a los que suele poner fin la salida del sol.

Consistía la tarea en rendir visita en días alternos a tres hoteles, al atardecer, en el término de Ciutadella para atender los requerimientos de mis clientes, seres por cierto, inmensamente felices, sin un solo disidente. Podían poseer un carácter agrio, malicioso o desabrido, sin embargo todos ellos estaban asentados en parámetros que lindaban con la felicidad.

Después de desechar un sinfín de disquisiciones, muchas de ellas de altos vuelos filosóficos, he llegado a la conclusión de que el tránsito de la persona por el espacio vacacional resume la definición de la felicidad. No concurre otro estado dentro de los márgenes corrientes de la militancia del hombre en el mundo más atractivo que éste. Además, la floración vacacional está lustrada por el cese de la rutina laboral que oprime en el curso de once meses del año el cuerpo, la mente y el espíritu. Hasta la persona más perversa deja a un lado la malicia y se vuelve fraterna. Y los caracteres dificultosos pliegan sus alas, se asientan en la tierra y se zambullen en el frescor del mar, substituyendo, al fin, la mueca dibujada perennemente en sus rostros por una sarta de sonrisas, constreñidas hasta entonces.

Contagiado pues por el bienestar que me circundaba me convertí por vez primera en un entusiasta del trabajo. Porque, además, mi autonomía era absoluta. El único nexo con Viajes Barceló consistía en liquidar mensualmente el dinero de las excursiones recreativas vendidas a los clientes. Solo esto. Nadie se ocupaba de vigilar mis pasos ni me fiscalizaba ni me importunaba. Mi jefa Julie Maps, una menorquina de Inglaterra, -a la cual mando un efusivo saludo- confiaba plenamente en mi mesura y en mi capacidad. Por lo tanto, sin tener que soportar la facundia o las vulgaridades de un superior, la felicidad me rociaba también a mí.

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Había alcanzado por otra parte con esa labor la realización de mis sueños genéticos, consistentes en rondar sempiternamente alrededor del regodeo. Claro que, en mi adolescencia, el planeta no era el mismo a pesar de su invariable redondez, la sociedad había cambiado de un modo radical sus costumbres, una persona podía solazarse hasta términos por entonces insospechados.

Las personas de mi edad hemos asistido perplejas durante los años sesenta y setenta del siglo precedente a la aparición diaria de un color distinto, relegando de manera concluyente el blanco y el negro a la posteridad. La magia que envolvía al planeta modeló también con su fulgor, un hombre nuevo. Sí, un hombre nuevo. Pasamos de morar durante siglos en las sombras a tendernos bajo un sol rutilante. Incluso la noche se transparentó, depuso su opacidad y emanaron de ella también los colores. La luna se transformó en otro sol, un sol suave, afectivo, que facilitaba regalos, ligados con amor, donde se bronceaba la nueva generación.

En estas décadas las dos generaciones contrapuestas, la oscura y la colorada, solían coincidir en los bares, a las seis de la mañana. Y mientras aquélla, recién levantada, absorbía una taza de café, dispuesta a iniciar sus pesadas labores, la colorada engullía la que podríamos denominar como segunda cena, antes de acostarse.

Aparecía por el bar Balear de Ciutadella, frecuentado por mí durante esta época, mi anciana y bondadosa tía Juanita Galmés, a por su cafecito, dispuesta a asistir a la primera misa de la jornada.

-Usted y yo -le indicaba- si viviéramos juntos solo necesitaríamos una cama, cuando usted se levantara, yo me iría a acostar.