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Yo sé que la frase «jornada de puertas abiertas» se refiere al día en que se autoriza al público a visitar ciertas instalaciones cuyo acceso está normalmente restringido. De donde deduzco que el acceso a los contadores de luz, agua o incluso teléfono está mayormente permitido a todo el mundo, porque al menos en la urbanización donde vivo las puertas o portezuelas que los protegen están siempre abiertas. Algunas parecen bocas en permanente estado de admiración, quiero decir que los contadores están siempre boquiabiertos, con las puertas batiendo a merced de las ráfagas de viento. Otros contadores tienen la puerta sujeta con un alambre que también está suelto a la espera del buen samaritano que lo ajuste con paciencia y resignación, para que cumpla con su dudoso cometido, que en realidad debería estar encomendado a las cerraduras que todas esas compuertas tienen indefectiblemente. Otras portezuelas yacen en el suelo, desencajadas de los goznes, arrancadas por quién sabe qué mano enemiga, o a lo mejor por un puntapié mal intencionado. Lo del puntapié es claramente posible, porque algunas puertas, además de estar pintarrajeadas con grafitis -generalmente mal hechos- muestran una concavidad sospechosa de haber sufrido una o varias coces de algún transeúnte desaprensivo. Otras puertas, en fin, han desaparecido. Los contadores, las cajas de electricidad, los grifos de paso están a merced del viento y la lluvia, del granizo y de lo que quiera caer del cielo.

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La carencia de puertas permite echar un vistazo al interior de esas sufridas cajas o arquetas. Algunas son modernas; se ven en ellas contadores más o menos automáticos y actualizados, pero otras son tan antiguas que no se caen a pedazos de puro milagro. Por lo que se refiere a la electricidad, se ven en las cajas que deberían estar cerradas bajo llave fusibles de los años sesenta. Fusibles con un alambre de plomo de los que se funden por excesivo calentamiento, como los que debió de idear Edison. Pero lo grave es que a veces en la caja que corresponde a dos chalets morrocotudos, a los que se multa si no tienen controladores internos de tensión ultramodernos, de tres fusibles antediluvianos sólo queda uno, a merced de la lluvia, el apagón y la desgracia. Lo digo con conocimiento de causa. Uno puede quedarse a oscuras en pleno confinamiento o en fiesta de guardar y la respuesta del servicio puede ser tan pintoresca como: «Ya que la caja está abierta cambie usted mismo el plomo del fusible».