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No es nada sencillo, tanto que hasta parece imposible en nuestra cultura en la que a veces confundimos un componente simpático de descaro con la temeridad, someternos a las restricciones derivadas de la pandemia durante las fechas que se avecinan.

Los hay responsables, rigurosos, dispuestos a no caer en el más mínimo exceso que transgreda tanto las normas escritas sancionables como las recomendaciones generales. Si han de ser 6 o 10, serán 6 o 10 pero ni uno más, y a la 1.30 en casa viendo la célebre película «Qué bello es vivir», de Frank Capra y James Stewart, que aparece cada año en Nochebuena en una u otra cadena, o la casposa telepasión de Televisión Española. Y para la Nochevieja, después de las uvas en petit comité, una sesión de Raphael o cualquiera de los musicales enlatados.

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Son los que anteponen su seguridad y la de sus seres más queridos a la de disfrutar de una o dos de las noches más especiales de todo el año. Pero si nos atenemos a lo visto hasta el momento, me da que la mayoría caeremos en el «bueno, no pasa nada si nos juntamos los de siempre o viene alguno más, no nos abrazamos, cenamos y luego a casa». Sí vale, ya lo veremos.

Decía el epidemiólogo del Área de Salud de Menorca, Maties Torrent, esta semana en Onda Cero, que le daba vergüenza escuchar hablar de la tercera ola de contagios en enero. Se preguntaba Torrent si no era suficiente con lo que habíamos visto y padecido para que la gente naturalizara que después de las Navidades irrumpirá otro pico de contagios y muertes. Que cayera la pandemia a plomo como lo hizo en febrero cogió desprevenidos a todos, que el desmadre veraniego provocara una segunda ola porque creímos que estaba resuelto, es todavía comprensible hasta cierto punto. Pero que ahora sepamos lo que va a suceder con otro comportamiento disperso y aún y así no lo evitemos, como decía Torrent, es inaudito. Así somos la mayoría de humanos, fieles a aquello de tropezar en la misma piedra, ¿cuántas veces?