TW

Si no me falla la memoria, llevamos una docena de años compartiendo sábados de reflexiones aquí, «Asseguts a sa vorera». Quitando unos meses en los que tuve que reorganizar todo lo que me rodeaba y donde escribir y opinar me apetecía más bien poco, he aparecido por esta columna unas 640 veces. He intentado no centrarme en ningún tema concreto y buscar una variedad que hiciera más amena la lectura, el café o el rato que intercambiamos. La única cosa que coincide en todos los artículos que he escrito es que nunca he tenido la razón y nunca he buscado tenerla. Ni convencerte, amigo lector.

Lo que por aquí opino es lo mismo que opinaría si estuviésemos echando unas cañas. Hay gente que escribe/opina con muchas palabras muy chulas y que parece que dice un montón de cosas con reflexiones que invitan a zambullirse dentro de uno mismo para hacer saltar por los aires cualquier universo personal que exista. Yo no. Demasiado trabajo. Prefiero que te rías. O que te cabrees. Me llena más despertar en ti una emoción –la que sea- que no convencerte de algo. Y, mucho menos, insinuar que tengo razón.

No te negaré que en las más de 640 ocasiones en las que me he sentado a compartir un rato contigo a sa vorera de la mar he sentido una presión tremenda. Escribir cansa, pero opinar cansa muchísimo más. Ni te imaginas cuantas veces sé lo que quiero escribir, pero no sé cómo opinarlo. Y en otras tantas ocasiones pasa todo lo contrario.

Noticias relacionadas

Que me regales un rato de tu vida es una responsabilidad abrumadora. No porque te vaya a dar el ‘cutreconsejo’ del día, sino porque estamos en una época en la que se lee cada vez menos. No escribo para gustarte, ni para que coincidamos en la opinión, escribo para que al acabar no pienses «si lo sé, no lo leo».

Porque las opiniones son como los tontos. Los hay de todos los tipos. Y tipas. Y coincidir se antoja complicado. El problema surge cuando los tontos quieren imponer su opinión y te machacan para ganarte por pesados lo que no pueden con argumentos y por convincentes.

Y, entonces, cuando las tonterías y sus autores ganan por goleada, surgimos los que nos armamos de paciencia, ponemos los pies en remojo y, si hace falta, opinamos 640 veces lo contrario. No porque queramos tener la razón, sino para que al menos alguien les recuerde a los que ganan que, por muy cansinos que sean, no la tienen.