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Cuando los que ya pasamos del medio siglo éramos niños aprendimos de nuestros padres y vecinos el valor de la palabra. Los contratos se firmaban con un apretón de manos, callosas con frecuencia, y los notarios solo registraban testamentos y grandes operaciones empresariales o acuerdos complejos con cláusulas leoninas.

Oyendo ayer al presidente del Gobierno observé que hoy la palabra no vale nada. Tiene el mismo premio la verdad y la mentira. Recordarán, por poner solo un ejemplo, que hace no tanto afirmaba que nunca gobernaría con Podemos ni pactaría con independentistas ni con los herederos de ETA. La realidad ha demostrado después que mentía vilmente, ha hecho de la trola un complemento de su personalidad y no ha pasado nada. Después de su ascenso al poder, nadie exige que cumpla su palabra, que haga lo prometido.

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Ya no hace falta ir a la hemeroteca, basta poner una palabra en un buscador de internet y al momento la máquina te vomita un montón de pruebas. Donde todavía rige la decencia, al mentiroso pillado in fraganti se le pone la cara colorada. A Pedro Sánchez no se le aprecia ni un rictus sospechoso, está bien entrenado.

Ayer dijo algo de las vacunas, pero fui incapaz de retener el mensaje con atención, cuando alguien ha mentido repetidamente ha perdido la credibilidad. Ya está bien de que el fin de alcanzar el poder justifique los medios ruines del embuste.

Pero si tiene un pase durante la campaña electoral, un tiempo en el que por costumbre somos más tolerantes con el vicio común de los candidatos de prometer más de lo que pueden, es inadmisible que se mienta desde puestos de responsabilidad. No es que esa falta grave de respeto al ciudadano quede sin castigo sino que la reiteración nos ha inmunizado contra las mentiras del presidente antes que contra el coronavirus.