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Va uno por lo más de lo más de un Madrid eterno, el Madrid de los Austrias o por la Plaza Mayor, y lo que ve viene a ser lo mismo de todas las primaveras, de todos los veranos, de todos los años, cuando las amplias terrazas del Madrid de la hostelería mestiza se agavilla de guiris, algunos van ya como cangrejos colorados, sin saberlo, con la imprudencia de desafiar el cáncer de piel sin miramiento ninguno. Siempre me quedo bocabadai al ver los desayunos que estos turistas recién llegados, que mayormente suelen ser pantagruélicos. Un plato de frijoles (judías pintas), un par de huevos fritos, alguna loncha de beicon, pan ligeramente tostado normalmente de molde, algo de mermelada y taza de café con leche, algunos no le hacen asco a una pinta de cerveza mañanera, toda una exageración capaz de arruinar el futuro de cualquier estómago que no venga de allende de las fronteras, amén de llevarse por delante la salud de cualquier hígado. Todo eso además, no tiene nada que ver con la genuina cocina española. Nunca he terminado de comprender por qué al turista que nos visita no se le oferta gastronomía española, a modo de magnífico acicate, para que luego cuente en su país que aquí se hace alta cocina con los platos más sencillos, incluso en la tasca más humilde: un par de huevos con patatas al montón con dos dientes de ajo laminados por encima componen ya un manjar en una cena o en un desayuno, que además si lo acompañamos de un buen pan y una jarrita de barro con un vino del que nos hace pensar en el sudor de quién cuida y mima el terruño de su heredad.

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Lo que no puede ser de ninguna de las maneras, es lo que vi sin querer verlo hace un par de años en la terraza comedor de un restaurante en la Isla de Tabarca: dos parejas de guiris estaban «apretándose» una paella que acompañaban con una bebida infame para disfrutar de una paella, una botella de un coñac vulgar que trasegaban vaso tras vaso hasta dejar la botella tiritando. Ya pueden ustedes imaginar el resultado de trajinarse una botella de coñac con una graduación de 40º. Cuando lo vi pensé para mis adentros «pa haberse matao», luego, claro, ya en su país contarán y no acabarán que en España una paella se te sube a la cabeza, hay que ser o muy atrevido o muy ignorante o ambas desgracias a la vez. Cuidar la gastronomía que ofertamos a nuestros visitantes debería ser una inversión inteligente.

Antes de que la covid-19 nos confinase como ermitaños en nuestra casa, María y un servidor no le hacíamos ascos para ir a comer a Sepúlveda, Segovia o Pedraza, archidiócesis culinaria del buen yantar, y les aseguro que no iba yo por lo menos, para ver el acueducto, la antigua cárcel castellana o cualquier otro noble detalle de las arquitecturas de estos benditos pueblos. Cuando voy lo hago para disfrutar de las perfumadas carnes de un «mamoncete», un lechal o un cuarto de cordero que huele y sabe a horno de leña, bendita herencia de estos cocineros, solo de pensarlo se me hace la boca agua. En puridad, soy un turista gastronómico con vocación de no cambiar nunca.