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Salgo del Centro de Salud de Dalt Sant Joan donde me acaban de inyectar la tercera dosis de la vacuna, exactamente a la hora prevista por la citación, con orden en la sala de espera, mascarillas, distancias, y un personal eficiente y amable. Estoy encantado, vamos, con la sensación de un plus de seguridad que me otorga mi convicción del papel crucial de las vacunas en la historia de la salud pública mundial y con el deseo de que pronto se haya inmunizado toda la población… ¿Toda? No, una aldea resiste, la de quienes creen fervorosamente que el covid no es más que una gripesinha (Bolsonaro dixit), magnificada por una conspiración de magnates, rojos y otras gentes de mal vivir con intenciones de manipular nuestras vidas.

El profesor Robert Proctor publicó en 2008 «Agnotología», es decir un tratado de la ignorancia, según el cual la Tierra es plana, el calentamiento global una patraña, no hubo alunizaje, la teoría de la evolución es falsa, el Holocausto no existió, las Torres Gemelas fueron abatidas por el propio gobierno norteamericano y, sobre todo, no hay que vacunarse. Todo ello se conoce con el nombre de negacionismo, llevado a su máxima expresión política por las huestes fanatizadas de Donald Trump en su asalto al Congreso de EEUU al grito de «nos han robado las elecciones», en contra de todas las evidencias. Ni que decir tiene que no todos los que no quieren vacunarse creen esas paparruchas, sino que les puede un infundado miedo a los efectos secundarios. Deberían asesorarse mejor.

Y llegamos al meollo: la libertad, señuelo que lo justifica todo, desde las copas que puedes tomarte antes de conducir a impedir que tus hijos vayan al colegio con mascarilla o, por supuesto, no vacunarse, supremo toque de distinción libertario, todo menos darse cuenta (o negarlo empecinadamente) de que vacunarse y llevar mascarilla en público no son «opciones personales» porque cuando uno rechaza la vacuna o se niega a usar mascarilla está aumentando el riesgo de los demás de contagiarse de una enfermedad potencialmente mortal, es decir, «la minoría irresponsable está privando a los demás de vida, libertad y de la búsqueda de la felicidad», según afirma el nobel Paul Krugman... ¿Quiere todo esto decir que hay que abordar sin complejos la vacunación obligatoria? Por supuesto que no, pero vayamos por partes.

Vacunarse parece una obligación elemental, pero ello no implica que deban arbitrarse leyes generales que lo impongan. Los ciudadanos negacionistas están en su derecho cuando la rechazan, pero, y ahí está el meollo del que hablaba más arriba, tienen que afrontar las consecuencias que se derivan de su acción insolidaria, porque sus derechos no son absolutos y deben subordinarse al bienestar general, según nos recuerda el exmagistrado del Tribunal Supremo José Antonio Martín Pallín. La también manoseada Constitución permite establecer determinadas cautelas para evitar que quienes se niegan a vacunarse constituyan un serio peligro para la colectividad. De ahí que se entiendan mal las sentencias de algunos jueces (no estaría de más que sus ilustrísimas unificaran doctrina al respecto), cuestionando medidas tan razonables como el Estado de Alarma o, más recientemente, el pasaporte covid, promovido en Euskadi por el Gobierno vasco.

Según el grupo de Ética y Protección de Datos de la Sociedad Española de Epidemiología, «hay que respetar la libertad de los individuos siempre y cuando no perjudique a terceros». No es difícil colegir que el Estado tiene la obligación de adoptar medidas para garantizar la total inmunización contra las principales enfermedades infecciosas. En cuanto a la cacareada restricción de los derechos individuales, está autorizada por todos los textos internacionales de los derechos humanos, y específicamente todas aquellas medidas que una sociedad democrática sean necesarias para la protección y defensa de la salud, incluidos el denostado confinamiento que algunos han llamado campanudamente «secuestro domiciliario».

Lo más curioso es que la contestación a esas medidas, la apelación a la Libertad con mayúsculas haya venido de los sectores más conservadores, deseosos de desgastar al gobierno de coalición y, en parte, atraídos por el libertarismo americano, promotor de este individuo soberano y alérgico a cualquier intervención estatal, empezando por la concepción de los impuestos como un expolio y acabando en muchos casos con la oposición a mascarillas y vacunas. ¿Entenderán algún día que las libertades democráticas no tienen nada que ver con la libertad para infectar? ¡Cuánta impostura en torno al más bello de los derechos, que tanto nos costó conquistar a los ciudadanos españoles!