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Recuerdo desplazarme cuarenta años atrás por la avenida Diagonal de Barcelona, cruzando la plaza Calvo Sotelo, en dirección a la Federación Española de Tenis, fumando un porro,… sí, sí, fumando un porro. Lo recuerdo, claramente, como si hubiera sido ayer mismo. Hasta aquella fecha los había consumido sólo cuando se da la bienvenida a la luna y la jornada se flexibiliza, la voz se atenúa, las bebidas son relajantes y en consecuencia no sólo los gatos son de color pardo sino también las personas, porque bajo el peso de actuaciones vivaces, rojas, verdes o amarillas, con voces altas, ingiriendo café, me parecía una falta social grave. Pero en mi desplazamiento a la Federación con el fin de tranquilizarme, sedante como es esta clase de picadura, decidí humear la calzada a la luz del día para plantarme distendido ante sus técnicos.                       

En los tres años que consumí hachís nunca me pasé de rosca y ni se me ocurrió endosarle al cuerpo alguna otra sustancia todavía más activa, como por ejemplo cocaína, pese a tenerla en innumerables ocasiones a algunos milímetros de distancia. Andaba con sumo cuidado para no sobrepasar el límite, implicado en toda acción, algo parecido al juego del siete y medio, ante la peligrosidad de pedir otra carta si se dispone de un cinco o de un seis.

Me inicié con la droga blanda como casi todos los jóvenes noctámbulos de mi época, por la novedad, por experimentar, por los buenos momentos que, porque negarlo, conlleva arrimarse a ella, y concluí asimismo como la inmensa mayoría cuando ya no había más jugo que sonsacarle, cuando descubrías que aquella humareda creaba una dependencia indeseada poniendo en jaque a la frágil voluntad.                       

Naturalmente la experiencia de la droga quedó grabada no solo en mis recuerdos sino también en mi mecanismo.

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Al principio la consumía algunas veces, después a menudo y finalmente a diario. Aunque siempre como he apuntado con precaución. Absorbía una cuota mínima para no desarticular mí propio yo en favor del otro que impone el alucinógeno,… porque cuanto más se aumenta la dosis, más se aleja uno de su propio centro de gravedad. Trataba, en suma, de hallar cierto equilibrio entre el yo y el visitante. La experiencia consiste pues en que se recibe la visita de alguien que trastoca los pensamientos, los sentimientos y las acciones, dando la impresión de haber nacido de cara en vez de haberlo hecho de culo. En fin, como si un vecino dogmático se introdujera en nuestro domicilio y nos enseñara una nueva manera de ser, de sentir y de actuar, no desde un sillón situado enfrente sino desde dentro, desde nuestras propias entrañas.

Hasta que un día dije basta, y todo volvió a ser como antes… Bueno, como antes, no. Ese asunto se queda adentro de por vida.                       

Quizá el ejemplo más efectivo para la comprensión de los postreros inconvenientes que conlleva su consumo resulta de confrontarlo con el alcohol. La diferencia entre la embriaguez del hachís y la de la bebida se centra en que la persona al consumir líquido, por mucho que alborote, va por debajo de su tope mental mientras que, con el humo, lo sobrepasa y las secuelas saltan de físicas a psicológicas.

Las alucinaciones fuerzan el mecanismo de la persona… como se fuerza un motor cuando funciona a más velocidad del que debe. O sea, los deslumbramientos producidos por la droga deben habilitarse en un espacio donde la artificialidad no tiene cabida, aunque con el tiempo ciertamente uno la integra,… si bien, como algunos zapatos, con la ayuda de un calzador.