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Una isla que permanece hibernada entre cinco y seis meses al año -o sea, con sus negocios que no funcionan a pleno rendimiento- no puede presumir de sostenibilidad ni de circularidad.

Y esta es, hoy, la dura realidad socioeconómica de Menorca, donde la actividad se paraliza de noviembre a marzo-abril. Lo confirman datos tan elocuentes como el tráfico de pasajeros en el Aeropuerto: pasamos de 60.000 usuarios en enero a más de 600.000 en agosto.

Hemos sido declarados Reserva de Biosfera -por cierto, la primera que tendrá una ley, que ayer tarde motivó severos reproches al ser presentada a las entidades y asociaciones locales-; este año somos Región Gastronómica de Europa; aspiramos al reconocimiento de la Menorca Talayótica como Patrimonio de la Humanidad...

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Pero sufrimos el impacto y las consecuencias de la estacionalidad, que se ha acentuado estos últimos años, y que constituye el principal problema a resolver. Aquella tantas veces invocada vía menorquina del crecimiento, con actividad diversificada en el sector primario, la industria manufacturera del calzado y la bisutería, y los servicios se ha transformado radicalmente para dar paso a un PIB insular que se sustenta en la actualidad en más de un 80 por ciento en el turismo.

O sea, dependemos de la llegada de los visitantes y del gasto turístico, marcada por la fecha de apertura de hoteles, bares, restaurantes, comercios; así como del trabajo de los taxistas, las empresas náuticas, y de alquiler de vehículos.

Nos repercute la estacionalidad de la temporada, que este año, como muchos otros, arranca después de Semana Santa y empezará a adquirir velocidad de crucero en la segunda quincena de mayo. Si no somos capaces de revertir esta situación estamos condenados a soportar una economía precaria, la fuga de los jóvenes más preparados y que todo ocurra entre el 15 de junio y el 15 de octubre.