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La contaminación por plásticos en el mar está tomando unas dimensiones monstruosas. Tanto como la frustración y la impotencia que alberga cualquier ciudadano de a pie cuando, en su pequeñez, ve que las circunstancias le superan, superan a la Administración competente y a las manos de los cientos de voluntarios –frente a los cuales hay que quitarse el sombrero–, que retiran la basura de otros sin recibir nada más a cambio que la satisfacción, muy efímera, de ver un palmo de arena o un rincón entre las rocas, limpios.

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El último encontronazo entre el Consell y la asociación Per la Mar Viva a raíz del temporal que dejó llena de residuos la costa en 2020, en especial Cavalleria, solo pone de manifiesto la magnitud de la crisis a la que nos enfrentamos, porque no es local, es otra pandemia planetaria y dependemos claramente de lo que hagan en territorios lejanos, pero unidos por ese mar cristalino que es el principal tesoro de esta comunidad. Como consumidores solo nos queda reducir al máximo los plásticos de un solo uso, elegir bien lo que compramos, reutilizarlos, tirarlos donde corresponde. Las autoridades deben poner todos los recursos a su alcance para combatir la plaga. La Comisión Balear de Medio Ambiente ha pedido al Gobierno central más implicación, a través del Programa de Fondo Marítimo de la Pesca y la Agricultura, en la supresión de plásticos y microplásticos que inundan las aguas baleares. Una advertencia que debe ser escuchada.

Varias noticias nos advierten de la extensión del problema en los mares: un delfín varado en Tenerife tenía en su estómago una mascarilla, botas desechables y bolsas de plástico entre otros restos; y ya ingerimos plástico en el pescado que nos llevamos a la mesa: investigadores de la Universidad de La Laguna constatan microplásticos en el tracto gastrointestinal de doradas y lubinas procedentes de granjas marinas en Canarias. El mar nos devuelve el maltrato.