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Mahsa Amini se llamaba la muchacha iraní de 22 años que no llevaba el velo bien colocado y por esa causa fue detenida por una patrulla de la moral. La llevaron a una comisaría para darle «una hora de reeducación». Poco después murió de, oficialmente, un ataque al corazón, se conoce que no pudo superar esa lección que le impusieron aquellos animales celosos en su función de velar por la opresión femenina.

La cosa no quedó ahí esta vez y el pueblo levantó la voz contra el medieval régimen de los ayatolás, que aquí siguen contemplando algunos como una curiosa excentricidad. La represión contra los    manifestantes en nombre de ese dios y costumbres tan particulares se ha llevado por delante otras 35 vidas, quizás más porque no debe ser fácil que la información circule en un contexto moral tan ominoso.

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Pero es un rayo de esperanza como lo fue años atrás la primavera árabe y la cadena de protestas contagiosa que se desencadenó en la ribera mediterránea del norte de África. Fue tan intensa como fugaz, el peso de la religión vuelve por inercia y aplasta todo aquello que se le opone.

Entre las revoluciones pendientes en el mundo de hoy, la de la mujer es posiblemente la más importante. No basta soslayar el problema con el vomitivo respeto a las culturas ajenas cuando estas propugnan afrentas tan flagrantes contra la dignidad humana. China, que hasta la llegada de Mao había vivido una situación similar, se puso al día con su revolución, «las mujeres sostienen la mitad del cielo y la otra mitad los hombres», dijo en sabia declaración de igualdad.

Entre las voces chillonas que se levantan por aquí en defensa del derecho a volver a casa solas y borrachas, que podemos compartir en la idea, esta vez solo hemos oído un clamaroso silencio. No es una revolución política ni económica, es humana y ya está tardando en llegar.