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Se cumplen 40 años de la victoria de Felipe González, diez millones de votos, mayoría de rodillo con el doble de diputados que el segundo partido. Ese día acabó la transición realizada por una UCD a la que los electores y la historia han situado como un partido instrumental para hacer aquel trabajo.   

El 28-O es una fecha señalada en la historia de este país, el personal se sacudió las secuelas pusilánimes que pudieran haber quedado del franquismo y apostó «por el cambio», tal cual el eslogan del PSOE. Y el gran cambio se produjo en una década, aunque dos leyes capitales del mismo, la fiscal con la implantación del IRPF y la del divorcio, ya se las había dejado aprobadas Adolfo Suárez.

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Felipe fue un fenómeno del momento, nadie como él arrastró tantas pasiones en aquella campaña como se demostró en el mitin de Alaior, que tan bien recuerdan quienes asistieron. Asumió con decisión lo que quedaba del reto de construir un país moderno, ampliación de la cobertura sanitaria, profesionalización del Ejército, modernización de las comunicaciones y reconversión industrial, entre otros asuntos, en medio de un clima social poco apacible y bajo el plomo etarra, que le golpeó de cerca.

Emprendió el despliegue del estado autonómico con concesiones y excesos posiblemente. No era fácil contener las reivindicaciones nacionalistas de los Arzallus y Pujol de entonces. Por ahí se empezó a romper el principio de igualdad entre los españoles en temas clave como la sanidad y la educación.

Le tocó una coyuntura con muchas cosas por hacer y las resolvió con visión de hombre de estado, aunque para ello tuviera que rectificar llamándonos a todos a votar por la permanencia en la OTAN. No todo le salió bien, apareció la corrupción, que le acabaría echando del poder, pero sus calamitosos sucesores le han hecho todavía mejor.