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El dolor y el placer duermen juntos… a veces uno de los dos despierta. Eso suele suceder cuando la vida se empeña en recordarnos que somos frágiles aunque esa reflexión no es del todo correcta. Lo sé porque lo he visto muchas veces en la planta de oncología del hospital de La Princesa de Madrid. Niños de 7, de 8 o de menos años que ya soportan sobre la fragilidad de su condición humana la pesadilla devastadora y sin ningún motivo ni razón, de un cáncer. Siempre que he pasado por esa planta, la de oncología infantil, me digo a mí mismo: «no estoy de acuerdo». Por su tratamiento oncológico se les ha caído el cabello; algunos llevan la cabeza expuesta a la curiosidad de quienes frecuentan ese territorio hostil de una planta oncológica infantil; algunos niños llevan un pañuelo que tapa la desnudez tan rigurosamente temprana de una alopecia farmacológica, injusta siempre. Más cuando un niño es tan solo un niño es tan injusto que nunca he sacado coraje suficiente para aceptarlo. Ellos juegan a ser piratillas en un mar que azota la capacidad de la comprensión humana. Su barco es una cama que uno tras otro ha llevado los cuerpos que el cáncer no ha tenido la mínima generosidad de esperar a que crecieran y se hicieran hombres o mujeres. ¡Absurda y cruel naturaleza!

No estoy de acuerdo... no estoy de acuerdo. Siempre me hago esta reflexión y llego a la misma conclusión.

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Cuando voy al hospital de La Princesa de Madrid no me voy nunca sin pasar antes por la planta oncológica de los niños que la vida ni siquiera les ha dejado que aprendieran a jugar, pero ya saben lo que es un cáncer. Son imágenes que nunca he comprendido. No han fumado ni un cigarrillo en su vida, ni se han llevado una copa a sus labios, ni han consumido comidas con marchamo de ser potencialmente cancerígenas, ni han aspirado el aire denso y contaminado del progreso que llena las calles y plazas de este Madrid de mis pecados haciendo aparecer sobre la capital de España la terrible «boina» de una contaminación que según dicen quienes lo saben se cobra todos los años miles de vidas. ¿Por qué un niño que apenas es siquiera niño tiene que tener un cáncer? Qué temprano viene lo peor de una torpe naturaleza a visitarlos.

Los pobres padres, los hermanos, los abuelos, curiosamente no lloran; no porque no tenga ganas, es que ya no les quedan lágrimas. No somos dueños de nada porque todo en nada se termina, incluida la vida de un niño antes de haber empezado el recorrido que por las duras trochas de la supervivencia debería haberle llevado a la edad del adulto. Pero en esta planta el tiempo es escaso aunque afortunadamente hay niños fuertes o niños que tiene suerte y se baten en duelo contra el cáncer y ganan. Si no han aprendido a ser niños, han aprendido a vencer la enfermedad y son un ejemplo para los otros niños. Niños que tuvieron que dejar de lado las nubes que en sus sueños ven como pupitres de algodón para estudiar. Ahora están hartos de ver agujas hipodérmicas, gente que no conocen vestidos de blanco que acaban siendo sus mejores amigos porque luchan como jabatos por sus vidas y algunas veces, a dios sean dadas gracias, consiguen ganar. Quizás gracias a una investigación siempre carente de poder económico que tan urgentemente necesitan aunque solo fuera para salvar la vida de un solo niño.

Conocí en la planta de oncología de La Princesa a un abuelo por nombre Tomás, aun después que su nieto se fuera al mar inmenso donde van todos los pequeños piratas que no han podido ser ni siquiera niños. El abuelo venía todas las semanas con su bastón y un juguete debajo del brazo para su pequeño pirata. Se lo ofrecía a la enfermera que cuidó a su nieto. La enfermera le dijo: «Tomás, a tu nieto le han mudado; ahora está…» y señalaba con el dedo índice el cielo con los ojos arrasados se quedaba con el índice apuntando hacia arriba. Porque la enfermera sabía que ahí van los niños, todos los niños, los que fallecen por una cosa o por otra, dejando tras de sí una estela de cariño y de preguntas sin responder.