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La maravilla de la misión de Jesucristo consiste en su empeño por revelarnos y enseñarnos la verdad. San Juan empieza su evangelio afirmando que Jesucristo -el Verbo- era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba y el mundo se hizo por él y el mundo no le conoció. Vino a los suyos y los suyos no le recibieron. Pero a cuantos le recibieron les dio potestad de ser hijos de Dios…

«Convertíos que el Reino de los Cielos está cerca». Con esta frase Jesús y sus discípulos, enviados por él, aleccionaban a las gentes. El Reino de los Cielos, no todos lo entendían. La mayoría esperaba que el Mesías sería un rey como David o Salomón que libraría a Israel del dominio romano y lo convertiría en un gran reino lleno de riqueza, poderío y prosperidad. Jesús tuvo que armarse de paciencia para ir explicando en qué consistía el «Reino de los Cielos».

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Fue muy claro y tajante al afirmar cuál era el primer y mayor mandamiento de la Ley del Reino: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente». El segundo es como éste: «Amarás al prójimo como a ti mismo». De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas (Mt 22, 37-40)». Mandamiento del amor que iría perfilando en repetidas ocasiones: «Amad no solo a los que os aman sino también a los que os persiguen y calumnian». «Amad a los enemigos». «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» y para demostrarlo daría su vida por nosotros. Nadie tiene un amor más grande que el que da su vida por el amigo. «En esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros».

En el sermón de la montaña llamó bienaventurados a los pobres de espíritu, a los que lloran, a los mansos, a los que tienen hambre y sed de justicia, a los misericordiosos, a los limpios de corazón, a los pacíficos, a los que padecen persecución por causa de la justicia, a los injuriados y perseguidos por su causa. La Ley no pasará, el que la cumpla y enseñe será grande en el Reino de los Cielos, la identidad del cual, con estas y otras muchas explicaciones, quedó clara: Reino de verdad y de vida, Reino de santidad y de gracia, Reino de justicia de amor y de paz.

Fuera del Reino de los Cielos no hay más que el reino de las tinieblas, del error, de la mentira, de la desesperación, del llanto y crujir de dientes. Por eso para el hombre que aspira a la verdad es esencial encontrar y acogerse al Reino de los Cielos. El que lo encuentra es como aquel que da con un tesoro, va y vende cuanto tiene y compra aquel campo para hacerse con él. O como el comerciante en perlas finas que topa con una de gran valor y vende cuanto tiene para comprarla. Es lo que nos plantea el evangelio de hoy. Pertenecer al Reino de los Cielos es dar a la vida su verdadero sentido para que el hombre pueda alcanzar su fin. Se trata de un hallazgo esencial que le determina a una verdadera conversión: vivir una vida nueva, asumir la doctrina de Cristo, abnegarse, olvidarse de sí mismo, cambiando nuestra miseria por la grandeza y la alegría de saberse y ser hijo de Dios.