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Escribo esto en Jueves y el viernes toca comida de amigos. Todos    somos de la misma generación me refiero a los de esa época en la que el tiempo parecía que no corría tanto o talvez éramos nosotros quienes teníamos menos prisas, jornadas de bailoteo, de ligues y largos atardeceres, época en la que te creías el rey del universo al menos de vez en cuando porque todavía no se había inventado el rompe ilusiones. Quiero decir que somos casi de la época faraónica con los suficientes años encima para ser conscientes de que nuestras mochilas están repletas de más alegrías pasadas que de penas soportadas, era el precio a pagar por moverse entre la ilusión y la realidad.

Creo que fui el primer inventor del porro isleño    aunque    no recuerdo que nadie siguiera esa costumbre. Consistía en hacer un canuto con un trozo de papel, rellenarlo de hojas    de morera secas y trituradas, encenderlo y para adentro. Debo confesarles que mi vicio no duró más de dos días, el tiempo justo para que se me pasasen mis mareos por las bocanadas de humo. Con esos amigos solemos reunirnos a manteles dos o tres veces al año si es que las obligaciones por ser abuelo, las visitas médicas y los medicamentos nos lo permiten y solemos comer de todo aquello que nuestros galenos nos tienen prohibido, pero como somos conscientes de que es algo esporádico y que el paladar y el cuerpo aceptan, decimos que para adentro que son cuatro días y a disfrutar, qué diablos. Tiempo habrá para regresar a las pirámides    les digo a mis amigos y ninguno me lleva la contraria, por algo será.