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Según Nicholas Espley, científico del comportamiento y profesor de la Universidad de Chicago, nos pasarían más cosas y tendríamos una vida más interesante si volviéramos a charlar con extraños. En su trayecto diario al trabajo, el científico observó lo que podemos constatar todos a poco que nos fijemos y es que las personas no se miran, no se sonríen y no suelen hablar entre sí si no es por una extrema urgencia, absortas como están en las profundidades de su teléfono móvil, coraza cibernética que nos exime del contacto social.

Puede que las conclusiones del profesor sean un pelín exageradas, pero algo de eso hay, o así me lo hizo ver un día la empleada de un aparcamiento, extrañada de que no solo la hubiera saludado, sino que le hubiera sonreído ampliamente, interesándome por el libro que tenía abierto en la taquilla. «Para la gente no somos mucho más que un mueble» me dijo… Nunca lo he visto así y sigo intentando conectar con mis congéneres y transitar por el obligado territorio de la cordialidad, pero puede que sea cierto y se detecte una mayor proporción de miradas huidizas, antes patrimonio de la vida en las grandes ciudades.  Y es cierto que en los últimos tiempos uno se ha hecho mucho más cauto por la dichosa polarización, ese virus cultivado en la cadena de laboratorios Trump, el crispador en jefe de la internacional anarquista (de derechas).

En sus investigaciones, el profesor Epley ha constatado que el contacto social con propios y extraños genera bienestar y muchos beneficios tangibles. ¿Por qué entonces, se pregunta, los sofisticados seres humanos del siglo XXI se auto segregan?, ¿por qué abrazan una tecnología que los aísla y, a largo plazo los hace infelices? Y añado: ¿por qué desdeñan la compañía de un libro con el que introducirse gozosamente en la mente de un congénere de forma más constructiva que la de abandonarse a la distracción permanente    y el aislamiento social que significa el abuso de la pantalla virtual y sus redes?

Preguntas difíciles de contestar que me pongo a reflexionar sentado en la terraza portuaria del «Capitán Haddock» mientras tomamos un gin tonic en uno de los incomparables fosquets de la Plana de Cala Figuera, mientras saludas a los viandantes con un desenfadado uep aquí, com va?, que es una invitación a la xerradeta, y quién sabe si a alguna sustanciosa anécdota, como la que me contó un día en el Ateneo el filósofo Fernando Savater y que me va como anillo al dedo en el controvertido tema de la presunta «lengua menorquina».

Asistía Fernando a una reunión con el destacado político vasco Xabier Arzalluz quien le solicitaba al no menos famoso escritor que pusiera en marcha una enciclopedia de filósofos vascos.

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- No hay -respondió Savater.

- ¿Cómo que no hay? -preguntó, sorprendido, Arzalluz

- Pues que no hay -insistió Fernando-. Es como si me pidiera usted una enciclopedia de toreros daneses. No hay.

He recordado esta historia ante el empeño de algunos en encontrar lenguas hasta debajo de las piedras. No satisfechos con los dos magníficos idiomas con que contamos, el castellano y el catalán, descubren el idioma menorquín, el balear, el ciutadellenc, el migjorner y tutti quanti, en lugar de  admitir que en nuestra comunidad no hay más que dos y que son más que suficientes para entendernos sin necesidad de desnaturalizarnos (nunca he dicho y mucho menos escrito nois, noies ni doncs ni aleshores, pero procuro cometer las menos faltas de ortografía posibles cuando me refiero, por ejemplo, a al·lots i al·lotes).

Y una precisión final sobre un tema al que no pienso volver: no hay incompatibilidad alguna entre ser y sentirse menorquín y mahonés de pura cepa, que es mi caso, y no aceptar que exista una lengua menorquina segregada de la catalana, de la misma manera que no existen una  «lengua vallisoletana» o una «lengua andaluza» fuera del castellano. No hay toreros daneses, amigo JJ.