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No sé por qué me hice seguidor de Raymond Poulidor. Seguramente porque su rival Jacques Anquetil me caía mal y él parecía el único capaz de destronarle al frente del Tour de Francia. Pero nunca lo logró y después vino un caníbal belga que dejó a Poulidor con la leyenda de eterno segundón.

Quienes además de poulidoristas éramos del Barça vivimos años de auténticas decepciones. El mejor momento del club blaugrana en la segunda mitad de los años sesenta era el trofeo Juan Gamper. Entonces, en la tribuna se repetía el ‘Ja tenim equip’ que la realidad se encargaba estrepitosamente de desmentir. En último caso, aparecía algún mamarracho vestido de negro para truncar alguna eventual victoria ante la némesis blanca. Aquella época fue una escuela de estoicismo, que a muchos nos forjó un carácter capaz de soportar cualquier fracaso.

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Lo del Barça lo arregló un estilizado santo varón holandés que apareció en el Camp Nou en el año de gloria de 1973. Primero como jugador y posteriormente como entrenador, convirtió al Barcelona en un equipo que no solo ganaba, sino que practicaba un fútbol de maravilla.

En cambio, las victorias de Perico, Indurain y Contador en el Tour no valían para quitarnos la espina de Poulidor. Esa desilusión la ha revertido su nieto Mathieu van der Poel ganando en Glasgow el Campeonato Mundial de Ciclismo en Ruta. Ahora el bueno de Pou Pou ya puede presumir de haber subido a lo más alto del podio. Aunque solo sea por una vez y a rueda de los genes.