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Sigo sin entender la que se ha armado con el patán de Luis Rubiales por el tema del pico, supuestamente no consentido. Se trata, sin duda, de un personaje impresentable y sus gestos de orangután en el palco le descalifican por completo. Pero lo del beso, en el marco de una celebración y un momento de euforia, me pareció un gesto desprovisto de cualquier carácter erótico y sexual.

Pero el revuelo internacional mediático, jurídico y político ha sido de tal envergadura que no hay marcha atrás. El linchamiento general es tan mayúsculo que he de seguir la corriente y rectificar. No es posible hoy juzgar las cosas con una mirada benevolente. Así que, como los presidentes federativos que un día aplaudían y otro condenaban, hago lo mismo. Aquí paz y después gloria.

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Para abstraerme de este tumulto tumultuoso, leo las memorias de Marcello Mastroianni «Sí, ya me acuerdo» (Plataforma) en las que cuenta un episodio que le sucedió en su juventud durante la Segunda Guerra Mundial. El actor, por aquel entonces desconocido, viajaba en un tren de Mestre a Bassano del Grappa, lleno hasta los topes. En un momento del trayecto encendió un cigarrillo.

«Y al hacerlo, -dice el bello Marcello- iluminé mi rostro; pero, un tanto cegado por esta luz, no vi a quien tenía enfrente de mí. Y aquella mujer se acercó, nos rozamos, y luego nos dimos un beso».

Seguramente si lo del piquito robado procediera del protagonista de «La dolce vita», en lugar de protestas habría colas.