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Aprovechando la llegada del otoño, se reúne el Consejo de Ancianos. La caída de las hojas no es nada malo, piensan. Hay caídas peores. Son conscientes de que todo ha cambiado y que su voz ya no se escucha con la veneración y respeto de antes. Cuando era un mérito ser viejo. Pero ahora representa un engorro sospechoso de chochez y conservadurismo. Un gasto superfluo. ¿No te das cuenta de que el mundo progresa y se renueva? Hay que dejar paso a las nuevas generaciones, sean del partido que sean.

La sociedad se ha quedado afónica sin la voz de la experiencia. Da igual, te dicen. Ahora somos más listos, tenemos toda la información al alcance de un clic. Lo sabemos todo y la verdad ya no existe. Solo opiniones autorizadas. La posverdad ha llegado para quedarse. Preferimos tener adeptos y mejor si son ineptos. Así no nos hacen sombra.

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Los ancianos se reúnen de todos modos. Por el simple gusto de verse y conversar. De ver pasar el cadáver de su enemigo y también de los amigos, hasta que les toque a ellos el turno.
Nadie les pide consejo y, si lo dan, son objeto de escarnio o desprecio. Han visto muchas batallas y nadie les puede quitar lo vivido. Nadie escarmienta en cabeza ajena. Todos quieren meter la pata y equivocarse para saber qué se siente.

El Consejo de Ancianos, tras una larga deliberación, llega a la conclusión de que las desgracias nunca vienen solas; que donde las dan, las toman; y de que no hay dos sin tres.