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Si los independentistas catalanes no echan el freno de la elemental cordura a la ahora sin medida de sus alocadas peticiones y siguen tensando la cuerda, puede que esta se rompa, y la primera consecuencia de esa situación, sería que el Sr. Sánchez tendría que batirse en unas nuevas elecciones al igual que Junts y ERC, a los que las urnas les pueden salir infinitamente peor, además, discutir mejoras con el PSOE es una cosas y hacerlo con el PP es otra en tocante al separatismo catalán. No es mala cosa mirar de donde sopla el viento antes de ponerse a lanzar más saliva, porque puede que esta venga a caer en la cara del escupidor.

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Si hubiera que ir a votar de nuevo, no me cuesta nada imaginar la cara del sr. Feijóo, con razón le veo partiéndose de risa, después de que en su intento de investidura echara «toda la carne en el asador». La verdad sea dicha, lo hizo francamente bien: tranquilo, sosegado, sereno y sin trabucarse demasiado con innecesarias intervenciones, aunque eso sí, tenía en contra la famosa aritmética de los votos y los respaldos resultantes a la hora verdadera de unificar la suma final que te hace investido de Presidente o te deja a verlas venir. Aquí es cuando los candidatos a ser investidos se dan cuenta de que pocas cosas son más poderosas que la necesidad, de ahí surge la hostilidad, la oratoria ramplona, el trazo grueso, la descalificación a ultranza, la mentira siempre peligrosa, sobre todo cuando no se anda uno sobrado de buena memoria. Luego salen las alcahuetas hemerotecas, que puestas en razón, descolocan al rey o al papa si se tercia. En el hemiciclo, se pueden contar con los dedos de una mano quiénes tienen todas las virtudes del ser humano y ninguno de sus defectos. A veces, escuchando debates miro a sus señorías y pienso: «no sería una desgracia pequeña que Atila viviera en nuestros días y ocupara un sillón del Parlamento». A tenor de lo que una señoría dice «en la Casa de la Palabra» a su oponente, cuyo mal consiste en que piensa de manera diferente. No nos cuesta mucho venir a caer en aquello que decía Bonaparte: «la mayoría de la gente que no quiere ser oprimida no les importaría ser opresores», y esa son las cosas señorías, que a los que somos simples votantes nos vienen a caer como una patada en la espinilla, anulándonos lo que pudiéramos sentir hacia la clase política, dejando la empatía en el polvo del camino de la indiferencia. Ahora andan los políticos mirándose solo sus personales deseos y egoísmos, estando de lleno otra vez en la vorágine de la oferta y la demanda. Los catalanes como Puigdemont, lanzan la caña a ver que pueden pescar y pescar bien, sin ofrecer un buen cebo no puede ser. En esta ocasión el fugitivo parece que ha atemperado sus ansias peticionarias, quizá porque se ha dado cuenta que en sus peticiones se había pasado un par de pueblos. Si consiguiera la amnistía, tampoco saldría nada mal parado, porque tampoco es poca cosa. Los independentistas catalanes debían saber que conceder todo lo que piden, dejaría al Presidente del Gobierno sin credibilidad de por vida, y eso sí que sería un precio impagable, y nada te digo teniendo enfrente al sr. Feijóo y a la sra. Cuca y compañía. Tengo la esperanza, que una luz de raciocinio permita que los acuerdos sean fructíferos. Déjeme sr. Puigdemont que le diga que la dignidad es como las matemáticas, todo lo que no es correcto, está mal.

Puigdemont cree ver una lucecita al final del túnel que él solito se fabricó, una lucecita como en su día la vieron el Sr. Macià, 14 de abril de 1931 tras el triunfo republicano en las elecciones municipales. El Sr. Companys, el día 1 de marzo de 1936, tras ganar el Frente Popular, amnistía de la condena de 30 años de cárcel por rebelión, y por último, el Sr. Josep Tarradellas en octubre de 1977, en que retornó del exilio, además, reconocido como Presidente catalán, nada más y nada menos que por un régimen monárquico, dejando como frase lapidaria su famoso «ciutadans de Catalunya, ja sóc aquí».