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No sé ustedes, pero yo soy partidario de conceder a las cosas, a muchas de ellas, el tiempo suficiente para que logren el feliz fin que solemos esperar. El «chup-chup» del cocinar de nuestras abuelas en tarrinas de barro o vetustas cazuelas, se ha ido sustituyendo por las ollas a presión que, a criterio de los que tienen prisas o poca idea y mucha vagancia, nos vienen diciendo que lo cocinado ha resultado buenísimo y sobre todo rápido.

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Yo creo que si nuestras abuelas defendían los veinte minutos para cocinar una paella es imposible que la textura y el sabor sea el mismo, porque no hay que confundir lo que pueda ser comible con lo sabroso ya que de lo contrario lo que hacemos es cargarnos no solo nuestros paladares sino también el de nuestros peques… mami, esto no me gusta. Yo y ya desde siempre he ido acostumbrando a mis hijas a las castañas, no a recibir las que la vida te depara sino a las tostadas, las que se consumen en esta temporada. No sé si este año mi radar olfativo me llevará a localizar esos puestos ambulantes donde tuestan castañas y te las entregan en cucuruchos de papel.

De cada vez hay menos puestos y menos gente que quiera dedicarse a ello y es una lástima porque es una nueva tradición de esas que se van perdiendo en el tiempo y en la memoria. Por eso y a mi pesar me hice con una sartén repleta de agujeros por donde se cuelan las llamas de mi cocina de gas rodeándolas y tostándolas y mientras las como me traslada su sabor y ardor a esas que compraba hace muchos años en mi deambular callejero hasta llegar al Pasaje Sitges, pegado al Carrer Nou donde esperaba la castañera de siempre.