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Si existiera la más remota posibilidad de que esta noche los espíritus salieran de sus escondites y se pasearan a sus anchas por la ciudad, yo sería la primera en salir también de mi casa para darme una vuelta por mi barrio. No dejaría pasar la oportunidad de pasearme en busca de mis seres queridos que ya viven en el más allá, se encuentre donde se encuentre este sitio. Qué más querría yo que ir al encuentro de ciertas personas que me hicieron la vida agradable -incluso feliz- y poder comentar juntos qué tal nos ha ido desde nuestra obligada separación. Qué fantástico sería esto. Pero la verdad es que no me lo creo. Puede que los espíritus deambulen entre los vivos, incluso que estén pendientes de nuestra suerte. Puede ser. Pero, de ser así, no creo que se les ocurriera hacerlo esta noche. Simplemente por la sencilla razón de que huirían con pavor y regresarían a toda prisa a sus tumbas y nichos. Pasarían tanto miedo al ver qué están haciendo sus semejantes vivos, que no podrían soportarlo. Nunca he entendido la fiesta que se va a celebrar esta noche. Ni la entiendo ni me interesa. Puede que sea porque no forma parte de mi acervo cultural ni moral (si bien ya sé que fiestas tontas las hay en todas las sociedades).

Por eso no la trago. Debo de ser una persona muy remilgada, puesto que hasta los caquis persimon reconvertidos en calabazas sonrientes que he visto en el mercado esta mañana me dan repelús. Sí, eso es, la fiesta del repelús. Y, además de remilgada, intolerante: no veo que estas excusas que yo pongo signifiquen ningún impedimento para la mayoría. Todo el mundo va de lo más contento con su disfraz de zombi pidiendo caramelos a cambio de no cometer alguna broma pesada. En fin. Pero ya digo que esto me pasa porque no creo que esta noche los espíritus nos vengan a visitar.