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Tendría yo veintipocos años y andaba enamoradizo. Después de esa etapa de buen rollo que suele inaugurar felicidades intensas trufadas a veces de drama, la realidad objetiva se empeñaba en demostrar que la chica objeto de mi pasión me la pegaba con otro (compaginaba, digamos). Yo por entonces estudiaba psicología, de manera que algo conocía el lenguaje corporal, las señales inconscientes que emite la postura mientras la lengua va a lo suyo.

Al principio preferí hacerme el loco. Es infinitamente más fácil engañar al pánfilo que dejarle convencido de que se la pegan.

Por supuesto mi táctica no sirvió de nada. A la cornamenta reglamentaria añadí una buena dosis de pérdida de dignidad repartida en patéticos intentones de revertir la situación.

No es la única vez que me la han pegado (y no solo en el amor). Confieso estos extremos para que comprenda el amable lector que no me considero ni más listo ni mejor enterado que nadie, lo cual no impide (siento verme obligado a subrayarlo) que cada día que pasa veo crecer a mi alrededor el número de individuos que saben que se la están pegando pero que prefieren disimular.

Se puede disimular de muchas formas. Una es alegrarse de que al contrario también se la den con queso. En fin; esta fórmula no parece muy brillante pero es muy popular.

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Otra exitosa estrategia es ignorar olímpicamente la hemeroteca. Cuando la hemeroteca de hace tres horas, tres días, tres semanas y tres meses descalifica sin paliativos al ministro, al portavoz, al periodista, al tertuliano, a Maroto y al de la moto, pero el «engañado» no le concede a esta circunstancia (que parecería bastante alarmante en principio) la menor relevancia, significa que ya mordió el anzuelo y… ¡le gustó!. En este punto estamos. No quisiera ponerme intenso, pero sí uno se pierde el respeto a sí mismo de esa manera, no es de extrañar que el estafador se quede tan atónito al principio como contento tras la iluminación: ¡Joder! ¡No pasa nada! Mañana puedo decir otra vez lo contrario que he dicho hoy y ninguno de la secta me lo va a reprochar.

Para un caradura profesional (vivimos en una cada vez más espesa y onerosa sopa de este producto) este ecosistema es  perfecto. Irracional, si quieres, pero funciona que te cagas. Ya no hay que preocuparse ni de esconder las bragas en la guantera.

En España, yo apostaría a que tres cuartas partes de la población ha decidido hacerse el sueco. No digo la mitad porque soy de los que piensa que no solo Zeus se orina en la hemeroteca. Por ejemplo, algunos barones sociatas se escandalizan con leyes que declaran inconstitucionales en la entrevista para votarlas al día siguiente como corderitos, haciendo posible su implementación. Por ejemplo cuando ganan los azules, incluyendo mayorías absolutas, no se precipitan a cambiar leyes que consideraron chungas, sino que dejan pasar la legislatura sin tocarlas. Quizás peque de quisquilloso, pero solo por poner un ejemplo de libro, ningún político hace nada por cambiar la ley electoral. Me pregunto si la dejan tal y como está porque les conviene personalmente. Sé que hay gente que piensa que trabajan para nosotros, pero les voy a decir un secreto, amables lectores: trabajamos para ellos, y a ellos, la ley electoral les funciona perfectamente. No la tocarán.

Cuando uno no tiene identificado al enemigo da palos de ciego. Opino que enemigo es quien usa el dinero común para su propio interés mientras recita salmos de amor. Y en esto se vienen turnando rojos, azules, morados, verdes y rosas desde que yo recuerde.

Se empieza por pisar una caca de perro olvidando limpiar el zapato antes de llegar a casa. Se puede acabar recogiendo todas las bolsas de basura que deposita en los medios de propaganda Bolaños (cambie aquí este nombre por el de su político dicharachero favorito: hay bancadas donde elegir) y acabar con la casa llena de inmundicias importadas sin criba previa. Luego hay que defenderlas con uñas y dientes.

Es quizá por esto último que resulta tan difícil mantener una conversación política razonable con los amigos. Entre tanta basura no hay hueco donde apoyar los argumentos.