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Llevo años convencido de que en España y las naciones que contiene no manda el Gobierno, ni el Congreso, ni el Poder Judicial, ni la Constitución. Mandan las costumbres, tanto nacionales como autonómicas, cuyas leyes jamás escritas (ni falta que hace) se imponen con mucha más fuerza que el Código Penal. Raro que con la cantidad de escritores costumbristas que tenemos, y hasta filósofos y poetas costumbristas, casi nadie se haya percatado de este fenómeno de primacía de las costumbres. Cierto que en todas partes las costumbres pesan mucho en el ordenamiento legal, pero es que aquí son la ley, además de la moral. Si se fijan, aquí casi todo ocurre por costumbre, y el costumbrismo mágico madrileño, por ejemplo, con sus embrujos y recetas propias, marca la pauta.

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¿A qué llamo costumbrismo mágico? A la fe ciega en las propias costumbres, que adquieren rango de normas de conducta y ninguna realidad puede desmentir. De ahí que si el PP no gana unas elecciones, cualquier otro Gobierno sea automáticamente ilegítimo, ilegal e inmoral. ¿Por qué? Por costumbre, claro está. Los catalanes también tienen su propio costumbrismo mágico, desde luego. Habrán oído esa memez ridícula de que Junts, en plena precampaña electoral, haya cambiado su nombre y marca por el muy irrisorio Junts+Puigdemont per Catalunya, uniendo así la costumbre de cambiar de nombre que legó Convergència i Unió, a la magia del líder histórico Puigdemont. A los demás nos puede parecer muy grotesco que un líder una su nombre al de su partido (se una a sí mismo) para reclamar más unidad política, pero es costumbrismo mágico. Y contra las costumbres arraigadas no hay nada que hacer.

Véase el caso Alves, puro costumbrismo judicial. O la desolación de los andaluces, cuya costumbre es procesionar tras una imagen religiosa, y la lluvia no lo permitió. Menudo costumbrismo mágico. Raro que ese género literario, superior al realismo mágico, no haya cuajado en España y sus muchas nacionalidades. Quizá debería ocuparme yo, pero no tengo ganas, ni costumbre narrativa. Además, cuando algo se vuelve costumbre masiva (el neoliberalismo mágico, digamos, que tiene soluciones mágicas para todo), ya no hay nada que hacer.