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Mi perra Lluna era capaz de ladrar en tres idiomas diferentes, pero lo más asombroso en ella era su capacidad para reírse. Recuerdo que salíamos todos los días a que nos diera el aire en la zona del paseo, cerca del río Camarmilla, donde el ayuntamiento había dispuesto algunos bancos para que el personal se sentara a contemplar el que iba y venía paseando a su perro. Lluna se subía de un brinco al banco donde yo siempre me sentaba y se tumbaba pegadita a mí, con la cabeza sobre mi pierna izquierda, atenta al trasiego de personas y perros que, como se sabe, suelen tener la costumbre cuando se ven de acercarse y saludar.

Yo le decía siempre: ¡no se te ocurra morder! Lluna dejaba que el perro paseador con su dueña se acercase y cuando los tenía a un par de palmos alargaba el cuello y lanzaba un ladrido que helaba la sangre; el susto que les daba no era para echarlo a barato. ¿Pero no me ha dicho usted que no muerde? No, si no muerde, pero se divierte dando estos sustos. Entonces Lluna se ponía panza arriba en pleno ataque de una risa que le llegaba de oreja a oreja.

Las tareas de Lluna eran diversas. Los domingos, por ejemplo, alquilaba sus servicios a Pablo, un dentista cazador de zorzales y becadas. En esa afición a las becadas debía de andar parejo con la legendaria duquesa de Maura, doña Gabriela Maura y Herrera, hija del duque de Maura, nacida en Madrid en 1904 que falleció en Cantabria el 27 de octubre de 1972. Para el curioso lector, diré que esta mujer practicó la caza mayor y la caza menor, sobre todo perdiz y becada; participó como pareja de Alfonso XIII en tiros de pichón; en 1932 fue subcampeona de Europa de tiro de pichón. Fue excomulgada por su excesiva práctica de la caza, sobre todo de la becada. Cuando Pablo llevaba a Lluna al monte, le bajaba las ventanillas del coche para que mi perra empezara a «ventear»; en alguna ocasión se puso de muestra dentro del coche.

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Los efluvios de una becada los captaba Lluna a más de 20 metros. En sus muestras no podía levantar el rabo porque había nacido sin rabito. Por no tener, no tenía ni un centímetro de rabo. Por eso, no podía meterlo entre las patas si estaba asustada ni moverlo cuando me venía a saludar, de ahí que su señal más característica fuera la risa. Una de sus mayores aficiones era perseguir gatos, no los podía ni ver, se la tenía jurada. Así que cuando localizaba un gato lo perseguía corriendo como si fuera a perder un tren hasta que el de las siete vidas encontraba un buen árbol en el que subirse y de ordinario solían subir hasta arriba del todo.

Luego las pasaba de a kilo para bajar, no sé para qué tanto, con haber subido un par de metros tronco arriba digo yo que debería haber sido suficiente porque los perros no saben subirse a los árboles. Para cuando tenía al gato arriba del todo, Lluna se solía tumbar satisfecha en la misma base del tronco como diciendo: «¡si tienes lo que hay que tener, baja!». Hasta que Lluna daba el asunto por sustanciado, no sin antes dejar una buena meada para que al bajar, el pobre felino oliera a Lluna que mira tú que también era mala leche.   

En Santa Pola solíamos ir los dos a una terracita al lado del mercado. La camarera que nos atendía (muy profesional) nada más vernos nos traía un café con leche y un montadito de lomo para mí, y para Lluna un cacharrito de agua y otro montadito de lomo, si acaso un poquitín menos hecho como le gustaba a ella. La diligente camarera se lo hacía trocitos y Lluna lo saboreaba lamiendo hasta el plato.

Otra cosa que solía hacer Lluna era echar alguna peonada haciendo de perro carea con el rebaño de cabras de Juan el pastor, aunque no le acaba de gustar porque la cabra es muy lamberona y al menor descuido la tienes dentro de un trigal o subida en lo alto de un olivo. Además lo llevaba muy mal cuando por la zona la empezaron a llamar «el perro de las cabras». Le entusiasmaba que la llevase a una marina a buscar esclata-sangs. Pegaba la nariz por encima de las acículas que se le caen a los pinos; se escabullía entre la floresta más inhóspita y, cuando gracias    a su portentoso olfato le llegaba el olor a esclata-sang, emitía un par de ladridos suaves por no dar «cuartos al pregonero». De esta suerte la localizaba y la premiaba con alguna ‘chuche’.