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Muchos ciudadanos con filiaciones partidistas saben a quién van a votar casi desde que han nacido, porque para ellos el partido -al estilo de la antigua Unión Soviética o la China de Mao- lo es todo, su refugio, su destino, la razón de su existencia, al margen de los bandazos que dé. Quizá por tradición familiar o porque, simplemente, son estómagos agradecidos, deben su absoluta lealtad a unas siglas. Para ellos no están hechas las campañas electorales, a menos que lo que deseen sea participar en uno de esos baños de masas -cada vez más menguantes- que el sagrado líder de turno organiza para ensalzar sus supuestos valores. Para el resto, la campaña debería servir para conocer el programa de este o aquel grupo político. En cuestiones de interés general, como la sanidad, educación, pensiones, defensa, política exterior y, sobre todo, economía.

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La pasada campaña vasca comenzó así, con los aspirantes compartiendo sus recetas para salvar la maltrecha sanidad pública y recuperar la antaño poderosa industria de la región. Toda la prensa coincidió en que era una campaña sosa. Claro, faltaban los insultos, los gritos, la crispación a la que están acostumbrados en Madrid. Ahora los catalanes andan como pollo sin cabeza, hablando a todas horas de con quién pactará este o aquel, cuando aún faltan días para que se coloquen las urnas. Pobres ciudadanos, al final nadie piensa en ellos, ni la clase política ni la prensa. Solo en los intereses de cuatro particulares que son, a la postre, los que mueven los hilos. Insinúa el socialista Salvador Illa que pactará un Govern con Puigdemont, destacado líder derechista. Eso amarraría la fidelidad del independentista a Sánchez, pero ¿no es una traición a la izquierda?