Grace Kelly, en su época de máximo esplendor. | ultimahora.es

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Hace treinta años que la misma carretera que la había hecho inmortal en el cine en «Atrapa a un ladrón» terminaba con la vida de Grace Kelly, actriz convertida en princesa, máxima expresión de la rubia de Hitchcock, símbolo vigente de elegancia y glamour y matriarca del mediático clan Grimaldi.

Grace Kelly, entonces Gracia de Mónaco, perdía la vida el 14 de septiembre de 1982 en el hospital de Montecarlo que lleva su nombre, un día después de un accidente de automóvil que daba un giro de 180 grados al cuento de hadas de la actriz que enamoró a un príncipe.

Pero su historia no era la del patito feo convertido en cisne. Grace Kelly había nacido guapa y rica en Filadelfia en 1928, hija de un constructor multimillonario y ganador de varias medallas olímpicas en remo que le llevó a las mejores escuelas del país.
Tras estudiar Arte Dramático en Nueva York, su pose aristocrática y su belleza pluscuamperfecta no tardaron en llamar la atención de Hollywood, donde le reservaron papeles de rubia cándida en «Solo ante el peligro», junto a Gary Cooper, y «Mogambo», en la que la futura princesa compartió cartel con el «rey de Hollywood», Clark Gable.

Un hombre experto en hacer explotar el volcán que se esconde detrás de lo gélido, Alfred Hitchcock, encontró en ella a la mejor de sus musas, la que detonó su imaginación más calenturienta y le inspiró algunos de sus mejores diálogos.

Todo empezó con «Crimen perfecto», con la que el mago del suspense experimentó con las tres dimensiones ahora tan en boga. La escena en la que Kelly comete un asesinato en defensa propia con unas tijeras de oficina quedó en la retina de varias generaciones de espectadores.

Luego llegaría «La ventana indiscreta», sublimación del espíritu «voyeurista» de Hitchcock, quien aprovechaba la intriga para ironizar sobre las relaciones de pareja entre la bellísima mujer que era Grace Kelly y un James Stewart impedido en su silla de ruedas.

Pero quizá la película en la que más deslumbró Kelly fue, en cambio, la que está considerada un clásico menor en la filmografía del orondo cineasta: «Atrapa a un ladrón», trama de suspense que, en cambio, brillaba como alta comedia casi de vodevil.

Con un exquisito vestuario de Edith Head y un juego erótico de alto voltaje con Cary Grant aplacado por los corsés de la época (era 1955), la pícara aristócrata a la que daba vida Kelly nadaba en el Mediterráneo, asistía a bailes de máscaras de la aristocracia francesa y conducía de manera temeraria por las carreteras de la Costa Azul.

«¿De quién son esos jardines?», le preguntó Grace Kelly al guionista de la película, John Michael Hayes, en uno de los descansos de las escenas en exteriores. «Del príncipe Grimaldi», le respondió él. Doce meses después, cuando presentó en Cannes «La angustia de vivir», lo conoció en persona.

Rainiero de Mónaco tenía entonces 33 años y ella 28 cuando el 19 de abril de 1956 protagonizaban la que fue considerada la boda del siglo en la catedral de San Nicolás, a la que acudieron David Niven, Gloria Swanson, Ava Gardner y Conrad Hilton, entre otros.
Hollywood le dio como dote un Óscar por aquella película que les había unido, dejando a la favorita, Judy Garland, con las ganas. Mónaco le dio su corona.

Pero, ¿qué benefició más a quién? El sueño de ser princesa por parte de Grace Kelly combinó a la perfección con la necesidad de Montecarlo por revitalizar su calidad de capital de la jet set.

Mientras la rebautizada Gracia daba a Rainiero la descendencia necesaria para mantener la independencia del principado -con sus vástagos Alberto, Carolina y Estefanía-, también atraía los negocios, llenaba sus casinos y hacía a sus playas cotizar al alza.
Grace Kelly creó el baile anual de la Cruz Roja, cita ineludible para las clases altas europeas que se sumó al tradicional Baile de la Rosa, que había sido creado en 1954 pero también recibió una inyección de glamour desde que ella formaba parte de la familia Grimaldi.

Pero cuando intentó volver al cine con Hitchcock en «Marnie, la ladrona», recibió la negativa de palacio por una cuestión de imagen, pues no les pareció lo más adecuado ver a su princesa interpretando a una cleptómana.

Su glamour quedaba reducido a las revistas de estilo y moda, como musa de firmas como Givenchy -que diseñó su vestuario para su encuentro con la familia Kennedy en 1961- o como portadora del «Kelly», bolso de Hermès que tomó su nombre. Y su vida, circunscrita a un papel vitalicio, el de gran anfitriona y perfecta consorte, de madre elegante e impecable bañista de la costa monegasca.