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Sobre la repisa del cuarto de baño se dejó una barra de labios y se fue a su casa. Otro día, entre las sábanas encontré arrebujada parte de su ropa interior. A primeros de mayo olvidó, no sé si intencionadamente, el dedo índice de su mano izquierda, aquel con el que había deambulado desmañadamente entre mis cabellos. La semana pasada, mutilada, abandonó dentro de un vaso de güisqui sus dos ojos, verde intenso, con los que me miraba. Ayer, sin ir más lejos –ciega y amputada como estaba-, apareció sobre las siete y al marchar, encima del sofá, encontré sus muslos aún tibios y con olor a frenesí y ruido de jadeo. Creo que esta tarde, cuando venga arrastrándose a visitarme, le diré que me deje su corazón en un frasco de vidrio con cubitos de hielo o tal vez, desesperado, le pida que se quede conmigo antes de que nuestro amor se rompa en pedazos.